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HECHOS 2:22-47

HECHOS 2:22-47 DHHE

“Escuchad, pues, israelitas, lo que voy a decir: Como bien sabéis, Jesús de Nazaret fue un hombre a quien Dios acreditó ante vosotros haciendo por medio de él grandes maravillas, milagros y señales. Sin embargo, a ese hombre, que fue entregado conforme a los planes y propósitos de Dios, vosotros lo matasteis, crucificándolo por mano de hombres malvados. Pero Dios lo resucitó, liberándole de los dolores de la muerte, porque la muerte no podía tenerle dominado. El rey David, refiriéndose a Jesús, dijo: ‘Yo veía siempre al Señor delante de mí; con él a mi derecha, nada me hará caer. Por eso se alegra mi corazón y mi lengua canta llena de gozo. Todo mi ser vivirá confiadamente, porque no me dejarás en el sepulcro ni permitirás que se descomponga el cuerpo de tu santo siervo. Me mostraste el camino de la vida y me llenarás de alegría con tu presencia.’ “Hermanos, permitidme deciros con franqueza que nuestro antepasado David murió y fue enterrado, y que su sepulcro está todavía entre nosotros. Pero David, que era profeta, sabía que Dios le había prometido con juramento que pondría por rey a uno de sus descendientes. David previó la resurrección del Mesías, y la anunció por anticipado diciendo que no quedaría en el sepulcro ni su cuerpo se descompondría. Pues bien, Dios ha resucitado a ese mismo Jesús, y de ello somos todos nosotros testigos. Enaltecido y puesto por Dios a su mano derecha, recibió del Padre el Espíritu Santo prometido, el cual, a su vez, él repartió. Eso es lo que estáis viendo y oyendo. Porque no fue David quien subió al cielo, sino que él mismo dice: ‘El Señor dijo a mi Señor: Siéntate a mi derecha, hasta que yo haga de tus enemigos el estrado de tus pies.’ “Sepa, pues, todo el pueblo de Israel, con toda seguridad, que a este mismo Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Mesías.” Cuando los allí reunidos oyeron esto, se afligieron profundamente y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: –Hermanos, ¿qué debemos hacer? Pedro les contestó: –Volveos a Dios y bautizaos cada uno en el nombre de Jesucristo, para que Dios os perdone vuestros pecados y recibáis el don del Espíritu Santo. Esta promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y también para todos los que están lejos; es decir, para todos aquellos a quienes el Señor nuestro Dios quiera llamar. Con estas y otras palabras, Pedro les hablaba y aconsejaba, diciéndoles: –¡Apartaos de esta gente perversa! Así pues, los que hicieron caso de su mensaje fueron bautizados, y aquel día se agregaron a los creyentes unas tres mil personas. Todos se mantenían firmes en las enseñanzas de los apóstoles, compartían lo que tenían y oraban y se reunían para partir el pan. Todos estaban asombrados a causa de los muchos milagros y señales hechos por medio de los apóstoles. Los que habían creído estaban muy unidos y compartían sus bienes entre sí; vendían sus propiedades, todo lo que tenían, y repartían el dinero según las necesidades de cada uno. Todos los días se reunían en el templo, y partían el pan en las casas y comían juntos con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y eran estimados por todos, y cada día añadía el Señor a la iglesia a los que iba llamando a la salvación.

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