HECHOS 4:1-37
HECHOS 4:1-37 Reina Valera 2020 (RV2020)
Mientras Pedro y Juan hablaban al pueblo, se presentaron los sacerdotes, el jefe de la guardia del templo y los saduceos. Estaban molestos de que enseñaran al pueblo y anunciaran en Jesús la resurrección de los muertos. Los detuvieron y los pusieron en la cárcel hasta el día siguiente porque era ya tarde. Pero muchos de los que habían oído la palabra creyeron, llegando a ser unos cinco mil, solo contando a los hombres. Al día siguiente se reunieron en Jerusalén los gobernantes, los ancianos y los escribas. También estaban Anás, el sumo sacerdote, Caifás, Juan, Alejandro y cuantos descendían de la familia de los sumos sacerdotes. Pusieron en medio de ellos a Pedro y Juan, y les preguntaron: —¿Con qué potestad o en nombre de quién habéis hecho esto? Pedro, lleno del Espíritu Santo, respondió: —Gobernantes del pueblo y ancianos de Israel: Ya que hoy se nos interroga acerca del beneficio hecho a un hombre enfermo y de la manera en que ha sido sanado, sabed, pues, todos vosotros y todo el pueblo de Israel que este hombre que se encuentra ante vosotros ha sido sanado en el nombre de Jesús el Cristo, el nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos. Este Jesús es la piedra rechazada por vosotros, los edificadores, y que, sin embargo, ha resultado ser la piedra angular. Y en ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres en que podamos ser salvos. Viendo la determinación con la que Pedro y Juan hablaban, y dándose cuenta de que eran hombres sin cultura y sin formación, no salían de su asombro y reconocían que habían estado con Jesús. Por otro lado, veían que el hombre que había sido sanado estaba en pie con ellos y no podían decir nada en contra. Así pues, ordenaron a Pedro y Juan que salieran de la sala. Los miembros del consejo deliberaron entre sí en estos términos: —¿Qué haremos con estos hombres? Porque, ciertamente por medio de ellos se ha obrado un milagro evidente y notorio a todos los que viven en Jerusalén. No lo podemos negar. Sin embargo, con el fin de que no se divulgue más este asunto entre el pueblo, amenacémoslos para que no le hablen a nadie acerca de este nombre. Así pues, los llamaron y les prohibieron terminantemente que hablaran de Jesús o enseñaran en su nombre. Pero Pedro y Juan respondieron: —Juzgad si es justo delante de Dios obedeceros a vosotros antes que a Dios; porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído. Después de amenazarlos de nuevo, los soltaron, sin hallar modo alguno de castigarlos debido a que todo el pueblo glorificaba a Dios por lo sucedido, pues el hombre en quien se había efectuado aquel milagro tenía más de cuarenta años. Al ser puestos en libertad, fueron con los suyos y contaron todo lo que los principales sacerdotes y los ancianos les habían dicho. Ellos, al oírlo, elevaron todos juntos sus voces a Dios y dijeron: —Soberano Señor, tú eres el Dios que hiciste el cielo y la tierra, el mar y todo lo que en ellos hay; tú, por medio del Espíritu Santo, y por boca de nuestro padre David tu siervo dijiste estas palabras: ¿Por qué se amotinan las gentes y los pueblos piensan cosas vanas? Se reunieron los reyes de la tierra y los príncipes conspiraron contra el Señor y contra su Cristo. Y realmente es cierto que, en esta ciudad, Herodes y Pilato se confabularon con los gentiles y también con el pueblo de Israel contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste para hacer cuanto tu mano y tu consejo habían determinado antes de que sucediera. Y ahora, Señor, mira cómo nos amenazan y concede a tus siervos anunciar con valentía tu palabra, mientras extiendes tu mano para que se hagan sanaciones, señales y prodigios mediante el nombre de tu santo Hijo Jesús. Cuando terminaron de orar, el lugar en que estaban congregados tembló y todos fueron llenos del Espíritu Santo y hablaban con valentía la palabra de Dios. La multitud de los que habían creído pensaban y sentían de forma unánime. Ninguno consideraba como propio nada de lo que poseía, sino que todas las cosas las tenían en común. Y con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús y gracia abundante se derramaba sobre todos ellos. No había entre ellos ningún necesitado, porque quienes poseían heredades o casas las vendían, llevaban el producto de lo vendido y lo ponían a disposición de los apóstoles para que estos lo distribuyeran conforme a la necesidad de cada uno. Así José, a quien los apóstoles pusieron por sobrenombre Bernabé (que significa «hijo de consolación»), levita, natural de Chipre, vendió un terreno que tenía, llevó el producto de la venta y lo puso a disposición de los apóstoles.
HECHOS 4:1-37 La Palabra (versión española) (BLP)
Aún estaban Pedro y Juan hablando al pueblo, cuando se presentaron allí los sacerdotes, el jefe de la guardia del Templo y los saduceos. Estaban contrariados, porque los apóstoles seguían instruyendo al pueblo y proclamaban que la resurrección de entre los muertos se había realizado ya en la persona de Jesús. Así que los detuvieron y, en vista de que era ya tarde, los metieron en la cárcel hasta el día siguiente. Pero muchos de los que habían escuchado el discurso de Pedro abrazaron la fe, por lo que el número de creyentes varones alcanzó la cifra de unos cinco mil. Al día siguiente, se reunieron en Jerusalén las autoridades, los ancianos y los maestros de la ley. Estaban presentes Anás, que era sumo sacerdote, Caifás, Juan, Alejandro y todos los miembros de la clase sacerdotal dirigente. Hicieron comparecer a Pedro y a Juan, y les preguntaron: —¿Con qué poder y en nombre de quién habéis hecho esto? Pedro, lleno del Espíritu Santo, les respondió: —Jefes del pueblo y ancianos: hoy ha sido curado un enfermo, y se nos pregunta quién lo ha curado. Pues bien, habéis de saber, tanto vosotros como todo el pueblo israelita, que este hombre se encuentra ahora sano ante vuestros ojos gracias a Jesús de Nazaret, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios ha resucitado. Él es la piedra rechazada por vosotros los constructores, pero que ha resultado ser la piedra principal. Ningún otro puede salvarnos, pues en la tierra no existe ninguna otra persona a quien Dios haya constituido autor de nuestra salvación. Cuando vieron la seguridad con que se expresaban Pedro y Juan, que eran hombres sin cultura y sin instrucción, no salían de su asombro. Por una parte, no podían menos de reconocer que Pedro y Juan habían sido compañeros de Jesús; por otra, allí estaba de pie, junto a ellos, el hombre que había sido curado. Así que, no sabiendo cómo replicarles, les ordenaron salir de la sala del Consejo y se pusieron a deliberar entre ellos: —¿Qué vamos a hacer con estos hombres? Está claro para todos los habitantes de Jerusalén que, efectivamente, se ha realizado un milagro manifiesto por mediación de ellos; es algo que no podemos negar. Sin embargo, para evitar que esto siga propagándose entre el pueblo, vamos a advertirles, bajo amenaza, que no hablen más a nadie de tal individuo. Así que los llamaron y les prohibieron terminantemente que hablaran de Jesús o enseñaran en su nombre. Pero Pedro y Juan les respondieron: —¿Os parece justo delante de Dios que os obedezcamos a vosotros antes que a él? Por nuestra parte, no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído. Tras amenazarlos de nuevo, los dejaron libres. La verdad es que no hallaban forma de castigarlos sin enfrentarse con el pueblo, pues todos alababan a Dios por lo ocurrido; además, el milagro de la curación se había realizado en un hombre de más de cuarenta años. En cuanto fueron puestos en libertad, Pedro y Juan se reunieron con los suyos y les contaron lo que los jefes de los sacerdotes y los ancianos les habían dicho. Al enterarse, todos elevaron unánimes esta oración a Dios: —Señor nuestro, tú has creado el cielo, la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos; tú, por medio del Espíritu Santo, pusiste en boca de David, tu servidor y nuestro antepasado, estas palabras: ¿Por qué se alborotan las naciones y hacen planes inútiles los pueblos? Los reyes de la tierra se han aliado y los poderosos se han confabulado en contra del Señor y de su ungido . Y realmente es cierto que, en esta ciudad, Pilato y Herodes se confabularon con los extranjeros y el pueblo israelita en contra de Jesús, tu santo servidor y Mesías. Llevaron así a cabo todo lo que tu poder y tu voluntad habían decidido de antemano que sucediese. Ahora, Señor, mira cómo nos amenazan y concede a tus servidores anunciar tu mensaje con plena libertad. Pon en juego tu poder, para que en el nombre de Jesús, tu santo servidor, se produzcan curaciones, señales milagrosas y prodigios. Apenas terminaron de orar, tembló el lugar donde estaban reunidos y todos quedaron llenos del Espíritu Santo. Así pudieron luego proclamar el mensaje de Dios con plena libertad. El grupo de los creyentes estaba totalmente compenetrado en un mismo sentir y pensar, y ninguno consideraba de su exclusiva propiedad los bienes que poseía, sino que todos los disfrutaban en común. Los apóstoles, por su parte, daban testimonio de la resurrección de Jesús, el Señor, con toda firmeza, y se los miraba con gran simpatía. Nadie entre los creyentes carecía de nada, pues los que eran dueños de haciendas o casas las vendían y entregaban el producto de la venta, poniéndolo a disposición de los apóstoles para que estos lo distribuyeran conforme a la necesidad de cada uno. Tal fue el caso de José, un chipriota de la tribu de Leví, a quien los apóstoles llamaban Bernabé, que significa «el que trae consuelo»: vendió un terreno de su propiedad, trajo el importe y lo puso a disposición de los apóstoles.
HECHOS 4:1-37 Dios Habla Hoy Versión Española (DHHE)
Todavía Pedro y Juan estaban hablando a la gente, cuando llegaron los sacerdotes junto con el jefe de la guardia del templo y con los saduceos. Estaban irritados porque Pedro y Juan enseñaban a la gente diciendo que la resurrección de los muertos había quedado demostrada en el caso de Jesús. Los apresaron y, como ya era tarde, los metieron en la cárcel hasta el día siguiente. Pero muchos de los que habían escuchado el mensaje creyeron, de modo que el número de creyentes, contando solamente los hombres, llegó a cerca de cinco mil. Al día siguiente se reunieron en Jerusalén los jefes de los judíos, los ancianos y los maestros de la ley. Estaba también el sumo sacerdote Anás, y Caifás, Juan, Alejandro y todos los que pertenecían a la familia de los sumos sacerdotes. Ordenaron que les llevaran a Pedro y a Juan, y poniéndolos en medio de ellos les preguntaron: –¿Con qué autoridad o en nombre de quién hacéis estas cosas? Pedro, lleno del Espíritu Santo, les contestó: –Jefes del pueblo y ancianos: Nos preguntáis hoy acerca del bien hecho a un enfermo, para saber de qué manera ha sido sanado. Pues ante vosotros declaramos, para que lo sepa todo el pueblo de Israel, que este hombre que está aquí, delante de todos, ha sido sanado en el nombre de Jesucristo de Nazaret, el mismo a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó. Este Jesús es la piedra despreciada por vosotros los constructores, que se ha convertido en la piedra principal. En ningún otro hay salvación, porque Dios no nos ha dado a conocer el nombre de ningún otro en el mundo por el cual podamos ser salvos. Cuando las autoridades vieron la valentía con que hablaban Pedro y Juan, y se dieron cuenta de que eran hombres sin estudios ni cultura, se quedaron sorprendidos y reconocieron que eran discípulos de Jesús. Además, el que había sido sanado estaba allí, con ellos, y por eso no podían decir nada en contra. Entonces los mandaron salir de la reunión y se quedaron discutiendo unos con otros. Decían: –¿Qué vamos a hacer con estos hombres? Todos los habitantes de Jerusalén saben que han hecho esta señal milagrosa, y no lo podemos negar. Pero a fin de que este asunto no siga corriendo de boca en boca, vamos a amenazarlos, para que de aquí en adelante a nadie hablen del nombre de Jesús. Así que los llamaron y les ordenaron que no hablaran ni enseñaran nada acerca del nombre de Jesús. Pero Pedro y Juan les contestaron: –Pensad si es justo delante de Dios obedeceros a vosotros en lugar de obedecerle a él. No podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído. Las autoridades los amenazaron, pero los dejaron libres. No encontraban cómo castigarlos, porque toda la gente alababa a Dios por lo sucedido. El hombre sanado de este modo milagroso tenía más de cuarenta años. Una vez en libertad, Pedro y Juan fueron a reunirse con sus compañeros y les contaron todo lo que los jefes de los sacerdotes y los ancianos les habían dicho. Habiéndolo oído, oraron todos juntos a Dios diciendo: “Señor, tú, que hiciste el cielo, la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos, dijiste por medio del Espíritu Santo y por boca de tu siervo David: ‘¿Por qué se alborotan las naciones? ¿Por qué los pueblos hacen planes sin sentido? Los reyes y gobernantes de la tierra se rebelan, y juntos conspiran contra el Señor y contra su escogido, el Mesías.’ “Es un hecho que aquí, en esta ciudad, Herodes y Poncio Pilato se unieron a los extranjeros y a los israelitas en contra de tu santo siervo Jesús, a quien escogiste como Mesías. De esta manera, ellos hicieron todo cuanto tú, en tus planes, ya habías dispuesto que sucediera. Ahora, Señor, fíjate en sus amenazas y concede a tus siervos que anuncien sin miedo tu mensaje, que por tu poder sanen a los enfermos y que hagan señales y milagros en el nombre de tu santo siervo Jesús.” Cuando acabaron de orar, tembló el lugar donde estaban reunidos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo y anunciaban abiertamente el mensaje de Dios. Todos los creyentes, que ya eran muchos, pensaban y sentían de la misma manera. Ninguno decía que sus cosas fueran solo suyas, sino que eran de todos. Los apóstoles seguían dando un poderoso testimonio de la resurrección del Señor Jesús, y Dios los bendecía mucho a todos. No había entre ellos ningún necesitado, porque quienes poseían terrenos o casas los vendían, y el dinero lo ponían a disposición de los apóstoles para repartirlo entre todos según las necesidades de cada uno. Tal fue el caso de un levita llamado José, natural de la isla de Chipre, a quien los apóstoles pusieron por sobrenombre Bernabé (que significa: “Hijo de consolación”). Este hombre vendió un terreno de su propiedad y puso el dinero a disposición de los apóstoles.
HECHOS 4:1-37 Nueva Versión Internacional - Castellano (NVI)
Mientras Pedro y Juan hablaban a la gente, se presentaron los sacerdotes, el capitán de la guardia del templo y los saduceos. Estaban muy disgustados porque los apóstoles enseñaban a la gente y proclamaban la resurrección, que se había hecho evidente en el caso de Jesús. Prendieron a Pedro y a Juan y, como ya anochecía, los metieron en la cárcel hasta el día siguiente. Pero muchos de los que oyeron el mensaje creyeron, y el número de estos, contando solo a los hombres, llegaba a unos cinco mil. Al día siguiente se reunieron en Jerusalén los gobernantes, los ancianos y los maestros de la ley. Allí estaban el sumo sacerdote Anás, Caifás, Juan, Alejandro y los otros miembros de la familia del sumo sacerdote. Hicieron que Pedro y Juan comparecieran ante ellos y comenzaron a interrogarlos: ―¿Con qué poder, o en nombre de quién, hicisteis esto? Pedro, lleno del Espíritu Santo, les respondió: ―Gobernantes del pueblo y ancianos: Hoy se nos procesa por haber favorecido a un inválido, ¡y se nos pregunta cómo fue sanado! Sabed, pues, todos vosotros y todo el pueblo de Israel que este hombre está aquí delante de vosotros, sano gracias al nombre de Jesucristo de Nazaret, crucificado por vosotros, pero resucitado por Dios. Jesucristo es »“la piedra que desechasteis vosotros los constructores, y que ha llegado a ser la piedra angular”. De hecho, en ningún otro hay salvación, porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres mediante el cual podamos ser salvos». Los gobernantes, al ver la osadía con que hablaban Pedro y Juan, y al darse cuenta de que eran gente sin estudios ni preparación, quedaron asombrados y reconocieron que habían estado con Jesús. Además, como vieron que los acompañaba el hombre que había sido sanado, no tenían nada que alegar. Así que les mandaron que se retiraran del Consejo, y se pusieron a deliberar entre sí: «¿Qué vamos a hacer con estos sujetos? Es un hecho que por medio de ellos ha ocurrido un milagro evidente; todos los que viven en Jerusalén lo saben, y no podemos negarlo. Pero, para evitar que este asunto siga divulgándose entre la gente, vamos a amenazarlos para que no vuelvan a hablar de ese nombre a nadie». Los llamaron y les ordenaron terminantemente que dejaran de hablar y enseñar acerca del nombre de Jesús. Pero Pedro y Juan replicaron: ―¿Es justo delante de Dios obedeceros a vosotros en vez de obedecerlo a él? ¡Juzgadlo vosotros mismos! Nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído. Después de nuevas amenazas, los dejaron irse. Por causa de la gente, no hallaban manera de castigarlos: todos alababan a Dios por lo que había sucedido, pues el hombre que había sido milagrosamente sanado tenía más de cuarenta años. Al quedar libres, Pedro y Juan volvieron a los suyos y les relataron todo lo que les habían dicho los jefes de los sacerdotes y los ancianos. Cuando lo oyeron, alzaron unánimes la voz en oración a Dios: «Soberano Señor, creador del cielo y de la tierra, del mar y de todo lo que hay en ellos, tú, por medio del Espíritu Santo, dijiste por boca de nuestro padre David, tu siervo: »“¿Por qué se sublevan las naciones y en vano conspiran los pueblos? Los reyes de la tierra se rebelan y los gobernantes se confabulan contra el Señor y contra su ungido”. En efecto, en esta ciudad se reunieron Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y con el pueblo de Israel, contra tu santo siervo Jesús, a quien ungiste para hacer lo que de antemano tu poder y tu voluntad habían determinado que sucediera. Ahora, Señor, toma en cuenta sus amenazas y concede a tus siervos el proclamar tu palabra sin temor alguno. Por eso, extiende tu mano para sanar y hacer señales y prodigios mediante el nombre de tu santo siervo Jesús». Después de haber orado, tembló el lugar en que estaban reunidos; todos fueron llenos del Espíritu Santo, y proclamaban la palabra de Dios sin temor alguno. Todos los creyentes eran de un solo sentir y pensar. Nadie consideraba suya ninguna de sus posesiones, sino que las compartían. Los apóstoles, a su vez, con gran poder seguían dando testimonio de la resurrección del Señor Jesús. La gracia de Dios se derramaba abundantemente sobre todos ellos, pues no había ningún necesitado en la comunidad. Quienes poseían casas o terrenos los vendían, llevaban el dinero de las ventas y lo entregaban a los apóstoles para que se distribuyera a cada uno según su necesidad. José, un levita natural de Chipre, a quien los apóstoles llamaban Bernabé (que significa: Consolador), vendió un terreno que poseía, llevó el dinero y lo puso a disposición de los apóstoles.