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JUAN 18:1-40

JUAN 18:1-40 Reina Valera 2020 (RV2020)

Dichas estas cosas, Jesús salió con sus discípulos y pasó al otro lado del torrente Cedrón. Había allí un huerto y entraron en él. Judas, el que lo iba a entregar, también conocía aquel lugar porque muchas veces Jesús se había reunido allí con sus discípulos. Así, pues, Judas, habiendo tomado una compañía de soldados y guardias de los principales sacerdotes y de los fariseos, se dirigió a ese lugar con linternas, antorchas y armas. Pero Jesús, que sabía todo lo que iba a sucederle, salió a su encuentro y les preguntó: —¿A quién buscáis? Le repitieron: —A Jesús nazareno. Jesús les dijo: —Yo soy. Con ellos estaba también Judas, el que lo iba a entregar. Al decirles Jesús: «Yo soy», ellos retrocedieron y cayeron a tierra. Jesús les preguntó otra vez: —¿A quién buscáis? Ellos respondieron: —A Jesús nazareno. Jesús les dijo: —Os he dicho que soy yo. Si me buscáis a mí, dejad que estos se vayan. Así se cumplía lo que había dicho: «De los que me diste, no perdí ninguno». Entonces Simón Pedro, que tenía una espada, la desenvainó, e hirió al siervo del sumo sacerdote, cortándole la oreja derecha. El siervo se llamaba Malco. Jesús entonces le dijo a Pedro: —Envaina tu espada. ¿No he de beber la copa que el Padre me ha dado a beber? La compañía de soldados, el comandante y los guardias de los judíos arrestaron a Jesús. Lo ataron y lo llevaron primeramente ante Anás, que era el suegro de Caifás, y este, sumo sacerdote aquel año. Este Caifás fue el que había dado a los judíos aquel consejo: «Es conveniente que muera un solo hombre por el pueblo». Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Este discípulo, como era conocido del sumo sacerdote, entró con Jesús al patio del sumo sacerdote, Pedro se quedó afuera, a la puerta, hasta que salió el discípulo que era conocido del sumo sacerdote, quien habló con la portera, e hizo entrar también a Pedro. Y entonces la criada que hacía de portera le preguntó: —¿No eres tú también de los discípulos de este hombre? Pedro respondió: —¡No lo soy! De pie, los siervos y los guardias se calentaban en torno al fuego que habían encendido porque hacía frío. También Pedro se quedó de pie junto a ellos, calentándose. El sumo sacerdote preguntó a Jesús acerca de sus discípulos y de su enseñanza. Jesús le respondió: —Yo he hablado abiertamente ante todo el mundo. Siempre he enseñado en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos. Nunca he dicho nada en secreto. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a quienes me han oído de qué les he hablado. Ellos saben lo que yo he dicho. Al oír esta respuesta, uno de los guardias que estaba allí le dio una bofetada y le dijo: —¿Cómo te atreves a contestar así al sumo sacerdote? Jesús le respondió: —Si he hablado mal, demuéstrame en qué; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas? Anás entonces lo envió atado a Caifás, el sumo sacerdote. Pedro seguía en pie calentándose y le preguntaron: —¿No eres tú de sus discípulos? Él lo negó diciendo: —¡No lo soy! Uno de los siervos del sumo sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro había cortado la oreja, replicó: —¿No te vi yo en el huerto con él? Pedro negó otra vez, y en aquel momento un gallo cantó. Llevaron a Jesús de casa de Caifás al pretorio. Era por la mañana. Como los judíos no entraron en el pretorio para no contaminarse y así poder comer el cordero de Pascua, salió Pilato a donde ellos estaban y les preguntó: —¿De qué acusáis a este hombre? Respondieron: —Si no fuera un malhechor, no te lo habríamos entregado. Pilato replicó: —Lleváoslo y juzgadlo según vuestra ley. Los judíos le dijeron: —A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie. (Y es que tenía que cumplirse lo que Jesús había anunciado sobre la clase de muerte que iba a sufrir). Entonces Pilato volvió a entrar en el pretorio, llamó a Jesús y le preguntó: —¿Eres tú el Rey de los judíos? Jesús le respondió: —¿Dices tú esto por ti mismo o te lo han dicho otros de mí? Pilato le respondió: —¿Soy yo acaso judío? Tu nación y los principales sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho? Respondió Jesús: —Mi reino no es de este mundo. Si lo fuera, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí. Repuso entonces Pilato: —¿Así que tú eres rey? Respondió Jesús: —Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo aquel que es de la verdad oye mi voz. Pilato repuso de nuevo: —¿Qué es la verdad? Y dicho esto, salió otra vez a donde estaban los judíos y les dirigió estas palabras: —Yo no hallo en él ningún delito. Pero como vosotros tenéis la costumbre de que os suelte a un preso en la Pascua, ¿queréis, pues, que os suelte al rey de los judíos? Ellos gritaron nuevamente diciendo: —¡A ese no! ¡A Barrabás! Y Barrabás era un bandido.

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JUAN 18:1-40 La Palabra (versión española) (BLP)

Dicho esto, salió Jesús acompañado de sus discípulos, pasaron al otro lado del torrente Cedrón y entraron en un huerto. Este lugar era bien conocido de Judas, el traidor, ya que Jesús acudía frecuentemente a él con sus discípulos. Así pues, Judas tomó consigo un destacamento de soldados y guardias puestos a su disposición por los jefes de los sacerdotes y los fariseos, y se dirigió a aquel lugar. Además de las armas, llevaban antorchas y faroles. Jesús, que sabía perfectamente todo lo que iba a sucederle, salió a su encuentro y les preguntó: —¿A quién buscáis? Ellos le contestaron: —A Jesús de Nazaret. Jesús les dijo: —Yo soy. Judas, el traidor, estaba con ellos. Al decirles Jesús: «Yo soy», se echaron atrás y cayeron en tierra. Jesús les preguntó otra vez: —¿A quién buscáis? Ellos repitieron: —A Jesús de Nazaret. Jesús les dijo: —Ya os he dicho que soy yo. Por tanto, si me buscáis a mí, dejad que estos se vayan. (Así se cumplió lo que él mismo había dicho: «No he perdido a ninguno de los que me confiaste»). Entonces Simón Pedro, que tenía una espada, la desenvainó e hirió con ella a un criado del sumo sacerdote, cortándole la oreja derecha. (Este criado se llamaba Malco). Pero Jesús dijo a Pedro: —Envaina la espada. ¿Es que no he de beber esta copa de amargura que el Padre me ha destinado? La tropa, con su comandante al frente, y los guardias judíos arrestaron a Jesús y lo maniataron. Llevaron primero a Jesús a casa de Anás, que era suegro de Caifás, el sumo sacerdote de aquel año. (Este Caifás era el que había dado a los judíos aquel consejo: «Es conveniente que muera un solo hombre por el pueblo»). Simón Pedro y otro discípulo se fueron detrás de Jesús. Este discípulo, que era conocido del sumo sacerdote, entró al mismo tiempo que Jesús en la mansión del sumo sacerdote. Pedro, en cambio, tuvo que quedarse afuera, a la puerta, hasta que salió el otro discípulo, el conocido del sumo sacerdote, habló con la portera y consiguió que lo dejaran entrar. Pero la criada que hacía de portera se fijó en Pedro y le preguntó: —¿No eres tú de los discípulos de ese hombre? Pedro contestó: —No, no lo soy. Como hacía frío, los criados y los guardias habían encendido una hoguera y estaban allí de pie, calentándose. También Pedro se quedó de pie junto a ellos, calentándose. El sumo sacerdote interrogó a Jesús sobre sus discípulos y sobre su enseñanza. Jesús le respondió: —Yo he hablado siempre en público a todo el mundo. He enseñado en las sinagogas y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos. No he enseñado nada clandestinamente. ¿A qué viene este interrogatorio? Pregunta a mis oyentes; ellos te informarán sobre lo que he dicho. Al oír esta respuesta, uno de los guardias que estaban junto a Jesús le dio una bofetada, al tiempo que lo increpaba: —¿Cómo te atreves a contestar así al sumo sacerdote? Jesús le replicó: —Si he hablado mal, demuéstrame en qué; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas? Entonces Anás envió a Jesús, atado, a Caifás, el sumo sacerdote, mientras Simón Pedro seguía allí de pie, calentándose. Alguien le preguntó: —¿No eres tú también uno de los discípulos de ese hombre? Pedro lo negó diciendo: —No, no lo soy. Pero uno de los criados del sumo sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro cortó la oreja, le replicó: —¿Cómo que no? ¡Yo mismo te vi en el huerto con él! Pedro volvió a negarlo. Y en aquel momento cantó un gallo. Condujeron a Jesús de casa de Caifás al palacio del gobernador. Era muy de mañana. Los judíos no entraron en el palacio para no contraer una impureza legal que les habría impedido participar en la cena de Pascua. Por eso tuvo que salir Pilato para preguntarles: —¿De qué acusáis a este hombre? Ellos le contestaron: —Si no fuese un criminal, no te lo habríamos entregado. Pilato les dijo: —Muy bien, lleváoslo y juzgadlo según vuestra ley. Los judíos replicaron: —Nosotros no tenemos autoridad para dar muerte a nadie. Y es que tenía que cumplirse lo que Jesús había anunciado sobre la clase de muerte que iba a sufrir. Entonces Pilato volvió a entrar en su palacio, mandó traer a Jesús y le preguntó: —¿Eres tú el rey de los judíos? Contestó Jesús: —¿Me haces esa pregunta por tu cuenta o te la han sugerido otros? Pilato replicó: —¿Acaso soy yo judío? Son los de tu propia nación y los jefes de los sacerdotes los que te han entregado a mí. ¿Qué es lo que has hecho? Jesús respondió: —Mi reino no es de este mundo. Si lo fuera, mis servidores habrían luchado para librarme de los judíos. Pero no, mi reino no es de este mundo. Pilato insistió: —Entonces, ¿eres rey? Jesús le respondió: —Soy rey, como tú dices. Y mi misión consiste en dar testimonio de la verdad. Precisamente para eso nací y para eso vine al mundo. Todo el que ama la verdad escucha mi voz. Pilato repuso: —¿Y qué es la verdad? Dicho esto, Pilato salió de nuevo y dijo a los judíos: —Yo no encuentro delito alguno en este hombre. Pero como tenéis la costumbre de que durante la fiesta de la Pascua os ponga en libertad a un preso, ¿queréis que deje en libertad al rey de los judíos? Ellos, entonces, se pusieron de nuevo a gritar: —¡No, a ese no! ¡Deja en libertad a Barrabás! (El tal Barrabás era un bandido).

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JUAN 18:1-40 Nueva Versión Internacional - Castellano (NVI)

Cuando Jesús terminó de orar, salió con sus discípulos y cruzó el arroyo de Cedrón. Al otro lado había un huerto en el que entró con sus discípulos. También Judas, el que lo traicionaba, conocía aquel lugar, porque muchas veces Jesús se había reunido allí con sus discípulos. Así que Judas llegó al huerto, a la cabeza de un destacamento de soldados y guardias de los jefes de los sacerdotes y de los fariseos. Llevaban antorchas, lámparas y armas. Jesús, que sabía todo lo que le iba a suceder, les salió al encuentro. ―¿A quién buscáis? —les preguntó. ―A Jesús de Nazaret —contestaron. ―Yo soy. Judas, el traidor, estaba con ellos. Cuando Jesús les dijo: «Yo soy», dieron un paso atrás y se desplomaron. ―¿A quién buscáis? —volvió a preguntarles Jesús. ―A Jesús de Nazaret —repitieron. ―Ya os dije que yo soy. Si es a mí a quien buscáis, dejad que estos se vayan. Esto sucedió para que se cumpliera lo que había dicho: «De los que me diste ninguno se perdió». Simón Pedro, que tenía una espada, la desenfundó e hirió al siervo del sumo sacerdote, cortándole la oreja derecha. (El siervo se llamaba Malco). ―¡Devuelve esa espada a su funda! —ordenó Jesús a Pedro—. ¿Acaso no he de beber el trago amargo que el Padre me da a beber? Entonces los soldados, su comandante y los guardias de los judíos arrestaron a Jesús. Lo ataron y lo llevaron primeramente a Anás, que era suegro de Caifás, el sumo sacerdote de aquel año. Caifás era el que había aconsejado a los judíos que era preferible que muriera un solo hombre por el pueblo. Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Y, como el otro discípulo era conocido del sumo sacerdote, entró en el patio del sumo sacerdote con Jesús; Pedro, en cambio, tuvo que quedarse fuera, junto a la puerta. El discípulo conocido del sumo sacerdote volvió entonces a salir, habló con la portera de turno y consiguió que Pedro entrara. ―¿No eres tú también uno de los discípulos de ese hombre? —le preguntó la portera. ―No lo soy —respondió Pedro. Los criados y los guardias estaban de pie alrededor de una fogata que habían hecho para calentarse, pues hacía frío. Pedro también estaba de pie con ellos, calentándose. Mientras tanto, el sumo sacerdote interrogaba a Jesús acerca de sus discípulos y de sus enseñanzas. ―Yo he hablado abiertamente al mundo —respondió Jesús—. Siempre he enseñado en las sinagogas o en el templo, donde se congregan todos los judíos. En secreto no he dicho nada. ¿Por qué me interrogas a mí? ¡Interroga a los que me han oído hablar! Ellos deben saber lo que dije. Apenas dijo esto, uno de los guardias que estaba allí cerca le dio una bofetada y le dijo: ―¿Así contestas al sumo sacerdote? ―Si he dicho algo malo —replicó Jesús—, demuéstramelo. Pero, si lo que dije es correcto, ¿por qué me pegas? Entonces Anás lo envió, todavía atado, a Caifás, el sumo sacerdote. Mientras tanto, Simón Pedro seguía de pie, calentándose. ―¿No eres tú también uno de sus discípulos? —le preguntaron. ―No lo soy —dijo Pedro, negándolo. ―¿Acaso no te vi en el huerto con él? —insistió uno de los siervos del sumo sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro le había cortado la oreja. Pedro volvió a negarlo, y en ese instante cantó el gallo. Luego los judíos llevaron a Jesús de la casa de Caifás al palacio del gobernador romano. Como ya amanecía, los judíos no entraron en el palacio, pues de hacerlo se contaminarían ritualmente y no podrían comer la Pascua. Así que Pilato salió a interrogarlos: ―¿De qué delito acusáis a este hombre? ―Si no fuera un malhechor —respondieron—, no te lo habríamos entregado. ―Pues lleváoslo vosotros y juzgadlo según vuestra ley —les dijo Pilato. ―Nosotros no tenemos ninguna autoridad para ejecutar a nadie —objetaron los judíos. Esto sucedió para que se cumpliera lo que Jesús había dicho, al indicar la clase de muerte que iba a sufrir. Pilato volvió a entrar en el palacio y llamó a Jesús. ―¿Eres tú el rey de los judíos? —le preguntó. ―¿Eso lo dices tú —respondió Jesús—, o es que otros te han hablado de mí? ―¿Acaso soy judío? —replicó Pilato—. Han sido tu propio pueblo y los jefes de los sacerdotes los que te entregaron a mí. ¿Qué has hecho? ―Mi reino no es de este mundo —contestó Jesús—. Si lo fuera, mis propios siervos pelearían para impedir que los judíos me arrestaran. Pero mi reino no es de este mundo. ―¡Así que eres rey! —le dijo Pilato. ―Eres tú quien dice que soy rey. Yo para esto nací, y para esto vine al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que está de parte de la verdad escucha mi voz. ―¿Qué es la verdad? —preguntó Pilato. Dicho esto, salió otra vez a ver a los judíos. ―Yo no encuentro que este sea culpable de nada —declaró—. Pero, como tenéis la costumbre de que os suelte a un preso durante la Pascua, ¿queréis que os suelte al “rey de los judíos”? ―¡No, no sueltes a ese; suelta a Barrabás! —volvieron a gritar desaforadamente. Y Barrabás era un bandido.

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JUAN 18:1-40 Dios Habla Hoy Versión Española (DHHE)

Después de decir estas cosas, Jesús pasó con sus discípulos al otro lado del arroyo de Cedrón, donde había un huerto en el que entró Jesús con ellos. También Judas, el que le traicionaba, conocía el lugar, porque muchas veces se había reunido allí Jesús con sus discípulos. Así que Judas se presentó con una tropa de soldados y con algunos guardias del templo enviados por los jefes de los sacerdotes y por los fariseos. Iban armados y llevaban lámparas y antorchas. Pero como Jesús ya sabía todo lo que había de pasarle, salió a su encuentro y les preguntó: –¿A quién buscáis? –A Jesús de Nazaret –le contestaron. Dijo Jesús: –Yo soy. Judas, el que le traicionaba, estaba también allí con ellos. Cuando Jesús les dijo: “Yo soy”, se echaron atrás y cayeron al suelo. Jesús volvió a preguntarles: –¿A quién buscáis? Repitieron: –A Jesús de Nazaret. Jesús les dijo: –Ya os he dicho que soy yo. Si me buscáis a mí, dejad que los demás se vayan. Esto sucedió para que se cumpliese lo que Jesús mismo había dicho: “Padre, de los que me confiaste, ninguno se perdió.” Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó y le cortó la oreja derecha a uno llamado Malco, criado del sumo sacerdote. Jesús dijo a Pedro: –Vuelve la espada a su lugar. Si el Padre me da a beber esta copa amarga, ¿acaso no habré de beberla? Los soldados de la tropa, con su comandante y los guardias judíos del templo, arrestaron a Jesús y lo ataron. Le llevaron primero a casa de Anás, porque este era suegro de Caifás, el sumo sacerdote de aquel año. Este Caifás era el mismo que había dicho a los judíos: “Es mejor que un solo hombre muera por el pueblo.” Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. El otro discípulo era conocido del sumo sacerdote, de modo que entró con Jesús en la casa; pero Pedro se quedó fuera, a la puerta. Por eso, el discípulo conocido del sumo sacerdote salió y habló con la portera, e hizo entrar a Pedro. La portera preguntó a Pedro: –¿No eres tú uno de los discípulos de ese hombre? Pedro contestó: –No, no lo soy. Como hacía frío, los criados y los guardias del templo habían encendido fuego y estaban allí, calentándose. Pedro también estaba entre ellos, calentándose junto al fuego. El sumo sacerdote comenzó a preguntar a Jesús acerca de sus discípulos y de lo que enseñaba. Jesús le respondió: –Yo he hablado públicamente delante de todo el mundo. Siempre he enseñado en las sinagogas y en el templo, donde se reúnen todos los judíos; así que no he dicho nada en secreto. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a quienes me han escuchado y que ellos digan de qué les hablaba. Ellos saben lo que he dicho. Cuando Jesús dijo esto, uno de los guardias del templo le dio una bofetada, diciéndole: –¿Así contestas al sumo sacerdote? Jesús le respondió: –Si he dicho algo malo, muéstrame qué ha sido; y si lo que he dicho está bien, ¿por qué me pegas? Entonces Anás envió a Jesús, atado, al sumo sacerdote Caifás. Entre tanto, Simón Pedro seguía allí, calentándose junto al fuego. Le preguntaron: –¿No eres tú uno de los discípulos de ese hombre? Pedro lo negó, diciendo: –No, no lo soy. Luego le preguntó uno de los criados del sumo sacerdote, pariente del hombre a quien Pedro le había cortado la oreja: –¿No te vi con él en el huerto? Pedro lo negó otra vez, y en aquel mismo instante cantó el gallo. Llevaron a Jesús de la casa de Caifás al palacio del gobernador romano. Como ya comenzaba a amanecer, los judíos no entraron en el palacio, pues habrían quedado ritualmente impuros y no habrían podido comer la cena de Pascua. Por eso salió Pilato a hablar con ellos y les preguntó: –¿De qué acusáis a este hombre? –Si no fuera un criminal –le contestaron–, no te lo habríamos entregado. Pilato les dijo: –Lleváoslo y juzgadle conforme a vuestra propia ley. Los judíos contestaron: –Los judíos no tenemos autoridad para ejecutar a nadie. Así se cumplió lo que Jesús había dicho sobre la manera en que tendría que morir. Pilato volvió a entrar en el palacio, llamó a Jesús y le preguntó: –¿Eres tú el Rey de los judíos? Jesús le dijo: –¿Eso lo preguntas tú de tu propia cuenta o porque otros te lo han dicho de mí? Le contestó Pilato: –¿Acaso yo soy judío? Los de tu nación y los jefes de los sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho? Jesús le contestó: –Mi reino no es de este mundo. Si lo fuese, mis servidores habrían luchado para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi reino no es de aquí. Le preguntó entonces Pilato: –¿Así que tú eres rey? Jesús le contestó: –Tú lo has dicho: soy rey. Yo nací y vine al mundo para decir lo que es la verdad. Y todos los que pertenecen a la verdad, me escuchan. –¿Y qué es la verdad? –le preguntó Pilato. Después de esta pregunta, Pilato salió otra vez a hablar con los judíos. Les dijo: –Yo no encuentro ningún delito en este hombre. Y ya que tenéis la costumbre de que os ponga en libertad a un preso durante la fiesta de la Pascua, ¿queréis que os ponga en libertad al Rey de los judíos? Todos volvieron a gritar: –¡A ese no! ¡A Barrabás! Y Barrabás era un ladrón.

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