LUCAS 1:26-80
LUCAS 1:26-80 Reina Valera 2020 (RV2020)
Al sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, para visitar a una muchacha virgen llamada María, que estaba prometida en matrimonio con José, un hombre descendiente del rey David. El ángel, acercándose a ella, le dijo: —¡Saludos, colmada de gracia! El Señor está contigo. Bendita tú entre las mujeres. Cuando ella escuchó sus palabras se quedó perpleja, preguntándose qué significaba aquel saludo. Entonces el ángel le dijo: —María, no tengas miedo, porque Dios te ha concedido su gracia. Vas a quedar embarazada y darás a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. Este será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre. Reinará sobre la casa de Jacob eternamente y su Reino no tendrá fin. Entonces María preguntó al ángel: —¿Cómo será posible eso? Yo nunca he tenido relaciones conyugales con ningún hombre. Le respondió el ángel: —El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Santo Ser que va a nacer de ti será llamado Hijo de Dios. También tu parienta Elisabet, a la que llamaban estéril, va a tener un hijo en su ancianidad, y ya está de seis meses. Para Dios no hay nada imposible. Entonces María dijo: —Yo soy la sierva del Señor. Hágase en mí lo que has dicho. Y el ángel se fue de su presencia. En aquellos días María se puso en camino y se dirigió apresuradamente a una ciudad de la región montañosa de Judá. Entró en casa de Zacarías y saludó a Elisabet. Y sucedió que cuando Elisabet oyó el saludo de María, la criatura saltó en su vientre. Elisabet, llena del Espíritu Santo, exclamó a gran voz: —Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿Cómo es posible que la madre de mi Señor venga a visitarme? Tan pronto como llegó la voz de tu saludo a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú, porque has creído que el Señor cumplirá las promesas que te ha hecho! Entonces María respondió: —Mi alma engrandece al Señor y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador. Porque ha mirado la bajeza de su sierva. Desde ahora me llamarán dichosa por todas las generaciones; porque el Poderoso me ha hecho grandes cosas. ¡Santo es su nombre y su misericordia permanece de generación en generación para los que le temen! Hizo proezas con su brazo. A los engreídos les desbarató el pensamiento de sus corazones. Derribó de los tronos a los poderosos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y a los ricos envió con las manos vacías. Socorrió a Israel, su siervo, y se acordó de su misericordia, de la cual habló con nuestros padres, con Abrahán y con toda su descendencia para siempre. María se quedó unos tres meses con ella y luego se volvió a su casa. Cuando se cumplió el tiempo de dar a luz, Elisabet tuvo un hijo. Los vecinos y parientes se enteraron de este gran don que el Señor, en su misericordia, le había concedido, y se alegraron con ella. Aconteció que al octavo día vinieron para circuncidar al niño y querían llamarle Zacarías, como su padre; pero su madre dijo: —No. Se llamará Juan. Los presentes replicaron: —¿Por qué? No hay nadie en tu familia que se llame así. Entonces preguntaron por señas a su padre cómo quería llamarle. Él pidió una tablilla y escribió: «Juan es su nombre». Todos se maravillaron. En aquel mismo momento, Zacarías recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios, de modo que todos los vecinos se llenaron de pavor y en la montañosa región de Judea se divulgaron todas estas cosas. Quienes las oían se quedaban pensativos y se preguntaban: «¿Quién será este niño?». Porque era evidente que la mano del Señor estaba con él. Zacarías, su padre, se llenó del Espíritu Santo y profetizó diciendo: Bendito el Señor Dios de Israel, que ha visitado y redimido a su pueblo, y ha levantado para nosotros un poderoso salvador descendiente de la casa de David, su siervo. Había anunciado por boca de sus santos profetas que fueron desde el principio estas cosas: salvación de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian, haciendo misericordia con nuestros padres y acordándose de cumplir su santo pacto. Y este es el juramento que hizo a nuestro padre Abrahán y que nos había de dar a nosotros: que, librados de nuestros enemigos, le serviríamos sin temor en santidad y en justicia ante él todos los días de nuestra vida. Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo porque irás delante del Señor para preparar sus caminos, para dar conocimiento de salvación a su pueblo mediante el perdón de sus pecados. Y por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará desde lo alto la aurora para dar luz a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte y para guiar nuestros pies por caminos de paz. El niño fue creciendo y fortaleciéndose su espíritu; y vivió en lugares desiertos hasta el día en que se presentó públicamente a Israel.
LUCAS 1:26-80 La Palabra (versión española) (BLP)
Al sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a Nazaret, un pueblo de Galilea, a visitar a una joven virgen llamada María, que estaba prometida en matrimonio a José, un varón descendiente del rey David. El ángel entró en el lugar donde estaba María y le dijo: —Alégrate, favorecida de Dios. El Señor está contigo. María se quedó perpleja al oír estas palabras, preguntándose qué significaba aquel saludo. Pero el ángel le dijo: —No tengas miedo, María, pues Dios te ha concedido su gracia. Vas a quedar embarazada, y darás a luz un hijo, al cual pondrás por nombre Jesús. Un hijo que será grande, será Hijo del Altísimo. Dios, el Señor, le entregará el trono de su antepasado David, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su reinado no tendrá fin. María replicó al ángel: —Yo no tengo relaciones conyugales con nadie; ¿cómo, pues, podrá sucederme esto? El ángel le contestó: —El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Dios Altísimo te envolverá. Por eso, el niño que ha de nacer será santo, será Hijo de Dios. Mira, si no, a Elisabet, tu parienta: también ella va a tener un hijo en su ancianidad; la que consideraban estéril, está ya de seis meses, porque para Dios no hay nada imposible. María dijo: —Yo soy la esclava del Señor. Que él haga conmigo como dices. Entonces el ángel se fue. Por aquellos mismos días María se puso en camino y, a toda prisa, se dirigió a un pueblo de la región montañosa de Judá. Entró en casa de Zacarías y saludó a Elisabet. Y sucedió que, al oír Elisabet el saludo de María, el niño que llevaba en su vientre saltó de alegría. Elisabet quedó llena del Espíritu Santo, y exclamó con gritos alborozados: —¡Dios te ha bendecido más que a ninguna otra mujer, y ha bendecido también al hijo que está en tu vientre! Pero ¿cómo se me concede que la madre de mi Señor venga a visitarme? Porque, apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi vientre. ¡Feliz tú, porque has creído que el Señor cumplirá las promesas que te ha hecho! Entonces dijo María: —Todo mi ser ensalza al Señor. Mi corazón está lleno de alegría a causa de Dios, mi Salvador, porque ha puesto sus ojos en mí que soy su humilde esclava. De ahora en adelante todos me llamarán feliz, pues ha hecho maravillas conmigo aquel que es todopoderoso, aquel cuyo nombre es santo y que siempre tiene misericordia de aquellos que le honran. Con la fuerza de su brazo destruyó los planes de los soberbios. Derribó a los poderosos de sus tronos y encumbró a los humildes. Llenó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías. Se desveló por el pueblo de Israel, su siervo, acordándose de mostrar misericordia, conforme a la promesa de valor eterno que hizo a nuestros antepasados, a Abrahán y a todos sus descendientes. María se quedó unos tres meses con Elisabet, y luego regresó a su casa. Cuando se cumplió el tiempo de dar a luz, Elisabet tuvo un hijo. Sus vecinos y parientes se enteraron de este gran don que el Señor, en su misericordia, le había concedido, y acudieron a felicitarla. A los ocho días del nacimiento llevaron a circuncidar al niño. Todos querían que se llamase Zacarías, como su padre; pero la madre dijo: —No, su nombre ha de ser Juan. Ellos, entonces, le hicieron notar: —Nadie se llama así en tu familia. Así que se dirigieron al padre y le preguntaron por señas qué nombre quería poner al niño. Zacarías pidió una tablilla de escribir y puso en ella: «Su nombre es Juan», con lo que todos se quedaron asombrados. En aquel mismo momento, Zacarías recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios, de modo que los vecinos que estaban viendo lo que pasaba se llenaron de temor. Todos estos acontecimientos se divulgaron por toda la región montañosa de Judea. Y cuantos oían hablar de lo sucedido, se quedaban muy pensativos y se preguntaban: «¿Qué va a ser este niño?». Porque era evidente que el Señor estaba con él. Zacarías, el padre de Juan, quedó lleno del Espíritu Santo y habló proféticamente diciendo: ¡Bendito sea el Señor, el Dios de Israel, que ha venido a auxiliar y a dar la libertad a su pueblo! Nos ha suscitado un poderoso salvador de entre los descendientes de su siervo David. Esto es lo que había prometido desde antiguo por medio de sus santos profetas: que nos salvaría de nuestros enemigos y del poder de los que nos odian, mostrando así su compasión con nuestros antepasados y acordándose de cumplir su santa alianza. Y este es el firme juramento que hizo a nuestro padre Abrahán: que nos libraría de nuestros enemigos, para que, sin temor alguno, le sirvamos santa y rectamente en su presencia a lo largo de toda nuestra vida. En cuanto a ti, hijo mío, serás profeta del Dios Altísimo, porque irás delante del Señor para preparar su venida y anunciar a su pueblo la salvación mediante el perdón de los pecados. Y es que la misericordia entrañable de nuestro Dios, nos trae de lo alto un nuevo amanecer para llenar de luz a los que viven en oscuridad y sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por caminos de paz. El niño creció y su espíritu se fortaleció. Y estuvo viviendo en lugares desiertos hasta el día en que se presentó ante el pueblo de Israel.
LUCAS 1:26-80 Dios Habla Hoy Versión Española (DHHE)
A los seis meses envió Dios al ángel Gabriel a un pueblo de Galilea llamado Nazaret, a visitar a una joven virgen llamada María que estaba comprometida para casarse con un hombre llamado José, descendiente del rey David. El ángel entró donde ella estaba, y le dijo: –¡Te saludo, favorecida de Dios! El Señor está contigo. Cuando vio al ángel, se sorprendió de sus palabras, y se preguntaba qué significaría aquel saludo. El ángel le dijo: –María, no tengas miedo, pues tú gozas del favor de Dios. Ahora vas a quedar encinta: tendrás un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será un gran hombre, al que llamarán Hijo del Dios altísimo: y Dios el Señor lo hará rey, como a su antepasado David, y reinará por siempre en la nación de Israel. Su reinado no tendrá fin. María preguntó al ángel: –¿Cómo podrá suceder esto, si no vivo con ningún hombre? El ángel le contestó: –El Espíritu Santo se posará sobre ti y el poder del Dios altísimo se posará sobre ti como una nube. Por eso, el niño que va a nacer será llamado Santo e Hijo de Dios. También tu parienta Isabel, a pesar de ser anciana, va a tener un hijo; la que decían que no podía tener hijos está encinta desde hace seis meses. Para Dios no hay nada imposible. Entonces María dijo: –Soy la esclava del Señor. ¡Que Dios haga conmigo como me has dicho! Con esto, el ángel se fue. Por aquellos días, María se dirigió de prisa a un pueblo de la región montañosa de Judea, y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Cuando Isabel oyó el saludo de María, la criatura se movió en su vientre, y ella quedó llena del Espíritu Santo. Entonces, con voz muy fuerte, dijo Isabel: –¡Dios te ha bendecido más que a todas las mujeres, y ha bendecido a tu hijo! ¿Quién soy yo para que venga a visitarme la madre de mi Señor? Tan pronto como he oído tu saludo, mi hijo se ha movido de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú por haber creído que han de cumplirse las cosas que el Señor te ha dicho! María dijo: “Mi alma alaba la grandeza del Señor. Mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque Dios ha puesto sus ojos en mí, su humilde esclava, y desde ahora me llamarán dichosa; porque el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas. ¡Santo es su nombre! Dios tiene siempre misericordia de quienes le honran. Actuó con todo su poder: deshizo los planes de los orgullosos, derribó a los reyes de sus tronos y puso en alto a los humildes. Llenó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías. Ayudó al pueblo de Israel, su siervo, y no se olvidó de tratarlo con misericordia. Así lo había prometido a nuestros antepasados, a Abraham y a sus futuros descendientes.” María se quedó con Isabel unos tres meses, y después regresó a su casa. Al cumplirse el tiempo en que Isabel había de dar a luz, tuvo un hijo. Sus vecinos y parientes fueron a felicitarla cuando supieron que el Señor había sido tan bueno con ella. A los ocho días llevaron a circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías. Pero la madre dijo: –No. Tiene que llamarse Juan. Le contestaron: –No hay nadie en tu familia con ese nombre. Entonces preguntaron por señas al padre del niño, para saber qué nombre quería ponerle. El padre pidió una tabla para escribir, y escribió: “Su nombre es Juan.” Y todos se quedaron admirados. En aquel mismo momento, Zacarías recobró el habla y comenzó a alabar a Dios. Todos los vecinos estaban asombrados, y en toda la región montañosa de Judea se contaba lo sucedido. Cuantos lo oían se preguntaban a sí mismos: “¿Qué llegará a ser este niño?” Porque ciertamente el Señor mostraba su poder en favor de él. Zacarías, el padre del niño, lleno del Espíritu Santo y hablando en profecía, dijo: “¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha venido a rescatar a su pueblo! Nos ha enviado un poderoso salvador, un descendiente de David, su siervo. Esto es lo que había prometido en el pasado por medio de sus santos profetas: que nos salvaría de nuestros enemigos y de todos los que nos odian, que tendría compasión de nuestros antepasados y que no se olvidaría de su santo pacto. Y este es el juramento que había hecho a nuestro padre Abraham: que nos libraría de nuestros enemigos, para servirle sin temor con santidad y justicia, y estar en su presencia todos los días de nuestra vida. En cuanto a ti, hijito mío, serás llamado profeta del Dios altísimo, porque irás delante del Señor preparando sus caminos, para hacer saber a su pueblo que Dios les perdona sus pecados y les da la salvación. Porque nuestro Dios, en su gran misericordia, nos trae de lo alto el sol de un nuevo día, para iluminar a los que viven en la más profunda oscuridad, para dirigir nuestros pasos por un camino de paz.” El niño crecía y se hacía fuerte espiritualmente, y vivió en lugares desiertos hasta el día en que se dio a conocer a los israelitas.
LUCAS 1:26-80 Nueva Versión Internacional - Castellano (NVI)
A los seis meses, Dios envió al ángel Gabriel a Nazaret, pueblo de Galilea, a visitar a una joven virgen comprometida para casarse con un hombre que se llamaba José, descendiente de David. La virgen se llamaba María. El ángel se acercó a ella y le dijo: ―¡Te saludo, tú que has recibido el favor de Dios! El Señor está contigo. Ante estas palabras, María se perturbó, y se preguntaba qué podría significar este saludo. ―No tengas miedo, María; Dios te ha concedido su favor —le dijo el ángel—. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Él será un gran hombre, y lo llamarán Hijo del Altísimo. Dios el Señor le dará el trono de su padre David, y reinará sobre el pueblo de Jacob para siempre. Su reinado no tendrá fin. ―¿Cómo podrá suceder esto —le preguntó María al ángel—, puesto que soy virgen? ―El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Así que al santo niño que va a nacer lo llamarán Hijo de Dios. También tu parienta Elisabet va a tener un hijo en su vejez; de hecho, la que decían que era estéril ya está en el sexto mes de embarazo. Porque para Dios no hay nada imposible. ―Aquí tienes a la sierva del Señor —contestó María—. Que él haga conmigo como me has dicho. Después de esto, el ángel la dejó. A los pocos, días María emprendió viaje y se fue de prisa a un pueblo en la región montañosa de Judea. Al llegar, entró en casa de Zacarías y saludó a Elisabet. Tan pronto como Elisabet oyó el saludo de María, la criatura saltó en su vientre. Entonces Elisabet, llena del Espíritu Santo, exclamó: ―¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el hijo que darás a luz! Pero ¿cómo es esto, que la madre de mi Señor venga a verme? Te digo que, tan pronto como llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de alegría la criatura que llevo en el vientre. ¡Dichosa tú que has creído, porque lo que el Señor te ha dicho se cumplirá! Entonces dijo María: «Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador, porque se ha dignado fijarse en su humilde sierva. Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho grandes cosas por mí. ¡Santo es su nombre! De generación en generación se extiende su misericordia a los que le temen. Hizo proezas con su brazo; desbarató las intrigas de los soberbios. De sus tronos derrocó a los poderosos, mientras que ha exaltado a los humildes. A los hambrientos los colmó de bienes, y a los ricos los despidió con las manos vacías. Acudió en ayuda de su siervo Israel y, cumpliendo su promesa a nuestros padres, mostró su misericordia a Abraham y a su descendencia para siempre». María se quedó con Elisabet unos tres meses y luego regresó a su casa. Cuando se le cumplió el tiempo, Elisabet dio a luz un hijo. Sus vecinos y parientes se enteraron de que el Señor le había mostrado gran misericordia, y compartieron su alegría. A los ocho días llevaron a circuncidar al niño. Como querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías, su madre se opuso. ―¡No! —dijo ella—. Tiene que llamarse Juan. ―Pero si nadie en tu familia tiene ese nombre —le dijeron. Entonces le hicieron señas a su padre, para saber qué nombre quería ponerle al niño. Él pidió una tablilla, en la que escribió: «Su nombre es Juan». Y todos quedaron asombrados. Al instante se le desató la lengua, recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios. Todos los vecinos se llenaron de temor, y por toda la región montañosa de Judea se comentaba lo sucedido. Quienes lo oían se preguntaban: «¿Qué llegará a ser este niño?» Porque la mano del Señor lo protegía. Entonces su padre Zacarías, lleno del Espíritu Santo, profetizó: «Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha venido a redimir a su pueblo. Nos envió un poderoso Salvador en la casa de David su siervo (como lo prometió en el pasado por medio de sus santos profetas), para librarnos de nuestros enemigos y del poder de todos los que nos aborrecen; para mostrar misericordia a nuestros padres al acordarse de su santo pacto. Así lo juró a Abraham nuestro padre: nos concedió que fuéramos libres del temor, al rescatarnos del poder de nuestros enemigos, para que le sirviéramos con santidad y justicia, viviendo en su presencia todos nuestros días. »Y tú, hijito mío, serás llamado profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor para prepararle el camino. Darás a conocer a su pueblo la salvación mediante el perdón de sus pecados, gracias a la entrañable misericordia de nuestro Dios. Así nos visitará desde el cielo el sol naciente, para dar luz a los que viven en tinieblas, en la más terrible oscuridad, para guiar nuestros pasos por la senda de la paz». El niño crecía y se fortalecía en espíritu; y vivió en el desierto hasta el día en que se presentó públicamente al pueblo de Israel.