Logo de YouVersion
Icono de búsqueda

MATEO 27:1-61

MATEO 27:1-61 La Palabra (versión española) (BLP)

Al amanecer el nuevo día, los jefes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo tomaron el acuerdo de matar a Jesús. Lo llevaron atado y se lo entregaron a Pilato, el gobernador. Entre tanto, Judas, el que lo había entregado, al ver que habían condenado a Jesús, se llenó de remordimientos y fue a devolver las treinta monedas de plata a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos diciendo: —¡He pecado entregando a un inocente! Ellos le contestaron: —Eso es asunto tuyo y no nuestro. Judas arrojó entonces el dinero en el Templo. Luego fue y se ahorcó. Los jefes de los sacerdotes recogieron aquellas monedas y dijeron: —Este dinero está manchado de sangre. No podemos ponerlo en el cofre de las ofrendas. Así que acordaron emplearlo para comprar un terreno conocido como el Campo del Alfarero y destinarlo a cementerio de extranjeros. Por esta razón, aquel campo recibió el nombre de Campo de Sangre, que es el que ha conservado hasta el día de hoy. Así se cumplió lo dicho por medio del profeta Jeremías: Tomaron las treinta monedas de plata, que fue el precio de aquel a quien tasaron los israelitas, y compraron con ellas el campo del alfarero, de acuerdo con lo que el Señor me había ordenado. Jesús compareció ante el gobernador, el cual le preguntó: —¿Eres tú el rey de los judíos? Jesús le contestó: —Tú lo dices. Y ya no habló más, a pesar de que los sacerdotes y los ancianos no dejaban de acusarlo. Pilato le preguntó: —¿No oyes lo que estos están testificando contra ti? Pero Jesús no le contestó ni una palabra, de manera que el gobernador se quedó muy extrañado. En la fiesta de la Pascua, el gobernador romano solía conceder la libertad a un preso, el que la gente escogía. Tenía en aquel momento un preso famoso, llamado [Jesús] Barrabás. Viendo reunido al pueblo, Pilato preguntó: —¿A quién queréis que ponga en libertad: a [Jesús] Barrabás o a ese Jesús a quien llaman Mesías? Y es que sabía que a Jesús lo habían entregado por envidia. Mientras el gobernador estaba sentado en el tribunal, su esposa le envió este recado: «Ese hombre es inocente. No te hagas responsable de lo que le suceda. Esta noche he tenido pesadillas horribles por causa suya». Pero los jefes de los sacerdotes y los ancianos convencieron a la gente para que pidiera la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús. El gobernador volvió a preguntar: —¿A cuál de estos dos queréis que conceda la libertad? Ellos contestaron: —¡A Barrabás! Pilato les dijo: —¿Y qué queréis que haga con Jesús, a quien llaman Mesías? Todos contestaron: —¡Crucifícalo! Insistió Pilato: —¿Cuál es su delito? Pero ellos gritaban cada vez con más fuerza: —¡Crucifícalo! Pilato, al ver que nada adelantaba sino que el alboroto crecía por momentos, mandó que le trajeran agua y se lavó las manos en presencia de todos, proclamando: —¡Yo no me hago responsable de la muerte de este hombre! ¡Allá vosotros! Y todo el pueblo a una respondió: —¡De su muerte nos hacemos responsables nosotros y nuestros hijos! Entonces Pilato ordenó que pusieran en libertad a Barrabás, y les entregó a Jesús para que lo azotaran y lo crucificaran. Acto seguido, los soldados del gobernador introdujeron a Jesús en el palacio y, después de reunir toda la tropa a su alrededor, le quitaron sus ropas y le echaron un manto de color rojo sobre los hombros; le pusieron en la cabeza una corona de espinas y una caña en su mano derecha. Después, hincándose de rodillas delante de él, le hacían burla, gritando: —¡Viva el rey de los judíos! Y le escupían y lo golpeaban con la caña en la cabeza. Después de haberse burlado de él, le quitaron la túnica, lo vistieron con sus propias ropas y se lo llevaron para crucificarlo. Cuando salían, encontraron a un tal Simón, natural de Cirene, y lo obligaron a cargar con la cruz de Jesús. Llegados al lugar llamado Gólgota (o sea, lugar de la Calavera), ofrecieron a Jesús vino mezclado con hiel; pero él, después de probarlo, no quiso beberlo. Los que lo habían crucificado se repartieron sus ropas echándolas a suertes, y se quedaron allí sentados para vigilarlo. Por encima de la cabeza de Jesús fijaron un letrero con la causa de su condena; decía: «Este es Jesús, el rey de los judíos». Al mismo tiempo que a Jesús, crucificaron a dos ladrones, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Los que pasaban lo insultaban y, meneando la cabeza, decían: —¡Tú, que derribas el Templo y en tres días vuelves a edificarlo, sálvate a ti mismo! ¡Baja de la cruz si eres el Hijo de Dios! De igual manera, los jefes de los sacerdotes, los maestros de la ley y los ancianos se burlaban de él diciendo: —Ha salvado a otros, pero no puede salvarse a sí mismo. Que baje ahora mismo de la cruz ese rey de Israel y creeremos en él. Puesto que ha confiado en Dios, que Dios lo salve ahora, si es que de verdad lo ama. ¿Acaso no afirmaba que es el Hijo de Dios? Hasta los ladrones que estaban crucificados junto a él lo llenaban de insultos. Desde el mediodía, toda la tierra quedó sumida en oscuridad hasta las tres de la tarde. Hacia esa hora, Jesús gritó con fuerza: —¡Elí, Elí! ¿lemá sabaqtaní?, es decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Lo oyeron algunos de los que estaban allí y comentaron: —Está llamando a Elías. Al punto, uno de ellos fue corriendo a buscar una esponja, la empapó en vinagre y sirviéndose de una caña se la acercó a Jesús para que bebiera. Pero los otros le decían: —Deja, veamos si viene Elías a salvarlo. Jesús, entonces, lanzando otra vez un fuerte gritó, expiró. De pronto, la cortina del Templo se rasgó en dos de arriba abajo; la tierra tembló y las rocas se resquebrajaron; las tumbas se abrieron y resucitaron muchos creyentes ya difuntos. Estos salieron de sus tumbas y, después de la resurrección de Jesús, entraron en la ciudad santa donde se aparecieron a mucha gente. El oficial del ejército romano y los que estaban con él vigilando a Jesús, al ver el terremoto y todo lo que estaba sucediendo, exclamaron sobrecogidos de espanto: —¡Verdaderamente, este era Hijo de Dios! Había también allí muchas mujeres contemplándolo todo de lejos. Eran las que habían seguido a Jesús desde Galilea para atenderlo. Entre ellas se encontraban María Magdalena, María la madre de Santiago y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo. Al atardecer llegó un hombre rico llamado José, natural de Arimatea, que se contaba también entre los seguidores de Jesús. Este hombre se presentó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato ordenó que se lo entregaran, y José, después de envolverlo en una sábana limpia, lo puso en un sepulcro nuevo que había hecho excavar en la roca. Después hizo rodar una gran piedra, cerrando con ella la entrada del sepulcro, y se marchó. Entre tanto, María Magdalena y la otra María estaban allí sentadas frente al sepulcro.

Compartir
Lee MATEO 27

MATEO 27:1-61 Dios Habla Hoy Versión Española (DHHE)

Al amanecer, todos los jefes de los sacerdotes y los ancianos de los judíos se pusieron de acuerdo para matar a Jesús. Lo condujeron atado y lo entregaron a Pilato, el gobernador romano. Judas, el que había traicionado a Jesús, al ver que le habían condenado, tuvo remordimientos y devolvió las treinta monedas de plata a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos, diciéndoles: –He pecado entregando a la muerte a un hombre inocente. Pero ellos le contestaron: –¿Y qué nos importa a nosotros? ¡Eso es cosa tuya! Entonces Judas arrojó las monedas en el templo, y fue y se ahorcó. Los jefes de los sacerdotes recogieron aquel dinero y dijeron: –Este dinero está manchado de sangre. No podemos ponerlo en el tesoro del templo. Así que tomaron el acuerdo de comprar con él un terreno llamado “Campo del Alfarero”, y destinarlo a cementerio para extranjeros. Por eso, aquel terreno se sigue llamando hasta el día de hoy “Campo de Sangre”. Así se cumplió lo que había dicho el profeta Jeremías: “Tomaron las treinta monedas de plata, el precio que los israelitas le habían puesto, y con ellas compraron el campo del alfarero, tal como me lo ordenó el Señor.” Jesús fue llevado ante el gobernador, que le preguntó: –¿Eres tú el Rey de los judíos? –Tú lo dices –contestó Jesús. Mientras los jefes de los sacerdotes y los ancianos le acusaban, Jesús no respondía nada. Por eso, Pilato le preguntó: –¿No oyes todo lo que están diciendo contra ti? Pero Jesús no le contestó ni una sola palabra, de manera que el gobernador se quedó muy extrañado. Durante la fiesta, el gobernador tenía la costumbre de poner en libertad a un preso, el que la gente escogía. Había entonces un preso famoso llamado Jesús Barrabás. Estando la gente reunida, Pilato preguntó: –¿A quién queréis que os ponga en libertad, a Jesús Barrabás o a Jesús, a quien llaman el Mesías? Porque comprendía que lo habían entregado por envidia. Mientras Pilato estaba sentado en el tribunal, su esposa mandó a decirle: –No te metas con ese hombre justo, porque anoche tuve un sueño horrible por causa suya. Pero los jefes de los sacerdotes y los ancianos convencieron a la multitud para que pidiera la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús. El gobernador repitió la pregunta: –¿A cuál de los dos queréis que os ponga en libertad? Ellos dijeron: –¡A Barrabás! Preguntó Pilato: –¿Y qué haré con Jesús, a quien llaman el Mesías? –¡Crucifícalo! –contestaron todos. Pilato les dijo: –Pues ¿qué mal ha hecho? Pero ellos volvieron a gritar: –¡Crucifícalo! Cuando Pilato vio que no conseguía nada, sino que el alboroto era cada vez mayor, mandó traer agua y se lavó las manos delante de todos, diciendo: –Yo no soy responsable de la muerte de este hombre. Es cosa vuestra. Toda la gente contestó: –¡Nosotros y nuestros hijos nos hacemos responsables de su muerte! Entonces Pilato puso en libertad a Barrabás; luego mandó azotar a Jesús y lo entregó para que lo crucificaran. Los soldados del gobernador llevaron a Jesús al palacio, y reunieron toda la tropa a su alrededor. Le quitaron la ropa, le vistieron con una capa roja y le pusieron en la cabeza una corona hecha de espinas y una vara en la mano derecha. Luego, arrodillándose delante de él y burlándose, le decían: –¡Viva el Rey de los judíos! También le escupían, y con la misma vara le golpeaban la cabeza. Después de burlarse así de él, le quitaron la capa roja, le pusieron su ropa y se lo llevaron para crucificarlo. Al salir de allí encontraron a un hombre llamado Simón, natural de Cirene, a quien obligaron a cargar con la cruz de Jesús. Llegaron a un sitio llamado Gólgota (es decir, “Lugar de la Calavera”) y le dieron a beber vino mezclado con hiel; pero Jesús, después de probarlo, no lo quiso beber. Cuando ya lo habían crucificado, los soldados echaron suertes para repartirse la ropa de Jesús. Luego se sentaron allí a vigilar. Por encima de la cabeza de Jesús pusieron un letrero, en el que estaba escrita la causa de su condena: “Este es Jesús, el Rey de los judíos.” También fueron crucificados con él dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Los que pasaban le insultaban meneando la cabeza y diciendo: –¡Tú, que derribas el templo y en tres días lo vuelves a levantar, sálvate a ti mismo! ¡Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz! Del mismo modo se burlaban de él los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley, junto con los ancianos. Decían: –Salvó a otros, pero él no se puede salvar. Es el Rey de Israel, ¡pues que baje de la cruz y creeremos en él! Ha puesto su confianza en Dios, ¡pues que Dios le salve ahora, si de veras le quiere! ¿No nos ha dicho que es Hijo de Dios? Y hasta los bandidos que estaban crucificados con él, le insultaban. Desde el mediodía y hasta las tres de la tarde, toda aquella tierra quedó en oscuridad. A eso de las tres, Jesús gritó con fuerza: “Elí, Elí, ¿lema sabaqtaní?” (es decir, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”) Algunos de los que estaban allí, lo oyeron y dijeron: –Está llamando al profeta Elías. Al momento, uno de ellos corrió en busca de una esponja, la empapó en vino agrio, la ató a una caña y se la acercó para que bebiera. Pero los demás decían: –Déjale, a ver si viene Elías a salvarle. Jesús dio otra vez un fuerte grito, y murió. En aquel momento, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. La tierra tembló y se partieron las rocas, los sepulcros se abrieron y muchos hombres de Dios que habían muerto resucitaron. Salieron de sus tumbas después de la resurrección de Jesús y entraron en la santa ciudad de Jerusalén, donde los vio mucha gente. Cuando el centurión y los que con él vigilaban a Jesús vieron el terremoto y todo lo que estaba pasando, dijeron aterrados: –¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios! Estaban allí, mirando de lejos, muchas mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea y que le habían ayudado. Entre ellas se encontraban María Magdalena, María la madre de Santiago y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo. Al anochecer llegó un hombre rico llamado José, natural de Arimatea, que también era seguidor de Jesús. José fue a ver a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús, y Pilato ordenó que se lo dieran. José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana de lino, limpia, y lo puso en un sepulcro nuevo, de su propiedad, que había hecho excavar en la roca. Después de tapar la entrada del sepulcro con una gran piedra, se fue. María Magdalena y la otra María se quedaron sentadas frente al sepulcro.

Compartir
Lee MATEO 27

MATEO 27:1-61 Nueva Versión Internacional - Castellano (NVI)

Muy de mañana, todos los jefes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo tomaron la decisión de condenar a muerte a Jesús. Lo ataron, se lo llevaron y lo entregaron a Pilato, el gobernador. Cuando Judas, el que lo había traicionado, vio que habían condenado a Jesús, sintió remordimiento y devolvió las treinta monedas de plata a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos. ―He pecado —les dijo— porque he entregado sangre inocente. ―¿Y eso a nosotros qué nos importa? —respondieron—. ¡Allá tú! Entonces Judas arrojó el dinero en el santuario y salió de allí. Luego fue y se ahorcó. Los jefes de los sacerdotes recogieron las monedas y dijeron: «La ley no permite echar esto al tesoro, porque es precio de sangre». Así que resolvieron comprar con ese dinero un terreno conocido como Campo del Alfarero, para sepultar allí a los extranjeros. Por eso se le ha llamado Campo de Sangre hasta el día de hoy. Así se cumplió lo dicho por el profeta Jeremías: «Tomaron las treinta monedas de plata, el precio que el pueblo de Israel le había fijado, y con ellas compraron el campo del alfarero, como me ordenó el Señor». Mientras tanto, Jesús compareció ante el gobernador, y este le preguntó: ―¿Eres tú el rey de los judíos? ―Tú lo dices —respondió Jesús. Al ser acusado por los jefes de los sacerdotes y por los ancianos, Jesús no contestó nada. ―¿No oyes lo que declaran contra ti? —le dijo Pilato. Pero Jesús no respondió ni a una sola acusación, por lo que el gobernador se llenó de asombro. Ahora bien, durante la fiesta el gobernador acostumbraba soltar un preso que la gente escogiera. Tenían un preso famoso llamado Barrabás. Así que, cuando se reunió la multitud, Pilato, que sabía que le habían entregado a Jesús por envidia, les preguntó: ―¿A quién queréis que os suelte: a Barrabás o a Jesús, al que llaman Cristo? Mientras Pilato estaba sentado en el tribunal, su esposa le envió el siguiente recado: «No te metas con ese justo, pues, por causa de él, hoy he sufrido mucho en un sueño». Pero los jefes de los sacerdotes y los ancianos persuadieron a la multitud a que le pidiera a Pilato soltar a Barrabás y ejecutar a Jesús. ―¿A cuál de los dos queréis que os suelte? —preguntó el gobernador. ―A Barrabás. ―¿Y qué voy a hacer con Jesús, al que llaman Cristo? ―¡Crucifícalo! —respondieron todos. ―¿Por qué? ¿Qué crimen ha cometido? Pero ellos gritaban aún más fuerte: ―¡Crucifícalo! Cuando Pilato vio que no conseguía nada, sino que más bien se estaba formando un tumulto, pidió agua y se lavó las manos delante de la gente. ―Soy inocente de la sangre de este hombre —dijo—. ¡Allá vosotros! ―¡Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos! —contestó todo el pueblo. Entonces les soltó a Barrabás; pero a Jesús lo mandó azotar, y lo entregó para que lo crucificaran. Los soldados del gobernador llevaron a Jesús al palacio y reunieron a toda la tropa alrededor de él. Le quitaron la ropa y le pusieron un manto de color escarlata. Luego trenzaron una corona de espinas y se la colocaron en la cabeza, y en la mano derecha le pusieron una caña. Arrodillándose delante de él, se burlaban diciendo: ―¡Salve, rey de los judíos! Y le escupían, y con la caña le golpeaban la cabeza. Después de burlarse de él, le quitaron el manto, le pusieron su propia ropa y se lo llevaron para crucificarlo. Al salir encontraron a un hombre de Cirene que se llamaba Simón, y lo obligaron a llevar la cruz. Llegaron a un lugar llamado Gólgota (que significa «Lugar de la Calavera»). Allí dieron a Jesús vino mezclado con hiel; pero, después de probarlo, se negó a beberlo. Lo crucificaron y repartieron su ropa echando suertes. Y se sentaron a vigilarlo. Encima de su cabeza pusieron por escrito la causa de su condena: «ESTE ES JESúS, EL REY DE LOS JUDíOS». Con él crucificaron a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Los que pasaban meneaban la cabeza y blasfemaban contra él: ―Tú, que destruyes el templo y en tres días lo reconstruyes, ¡sálvate a ti mismo! ¡Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz! De la misma manera se burlaban de él los jefes de los sacerdotes, junto con los maestros de la ley y los ancianos. ―Salvó a otros —decían—, ¡pero no puede salvarse a sí mismo! ¡Y es el Rey de Israel! Que baje ahora de la cruz, y así creeremos en él. Él confía en Dios; pues que lo libre Dios ahora, si de veras lo quiere. ¿Acaso no dijo: “Yo soy el Hijo de Dios”? Así también lo insultaban los bandidos que estaban crucificados con él. Desde el mediodía y hasta la media tarde toda la tierra quedó en oscuridad. Como a las tres de la tarde, Jesús gritó con fuerza: ― Elí, Elí, ¿lama sabactani? (que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”). Cuando lo oyeron, algunos de los que estaban allí dijeron: ―Está llamando a Elías. Al instante, uno de ellos corrió en busca de una esponja. La empapó en vinagre, la puso en una caña y se la ofreció a Jesús para que bebiera. Los demás decían: ―Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo. Entonces Jesús volvió a gritar con fuerza, y entregó su espíritu. En ese momento, la cortina del santuario del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. La tierra tembló y se partieron las rocas. Se abrieron los sepulcros, y muchos santos que habían muerto resucitaron. Salieron de los sepulcros y, después de la resurrección de Jesús, entraron en la ciudad santa y se aparecieron a muchos. Cuando el centurión y los que con él estaban custodiando a Jesús vieron el terremoto y todo lo que había sucedido, quedaron aterrados y exclamaron: ―¡Verdaderamente este era el Hijo de Dios! Estaban allí, mirando de lejos, muchas mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle. Entre ellas se encontraban María Magdalena, María la madre de Jacobo y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo. Al atardecer, llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que también se había convertido en discípulo de Jesús. Se presentó ante Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús, y Pilato ordenó que se lo dieran. José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo puso en un sepulcro nuevo de su propiedad que había cavado en la roca. Luego hizo rodar una piedra grande a la entrada del sepulcro, y se fue. Allí estaban, sentadas frente al sepulcro, María Magdalena y la otra María.

Compartir
Lee MATEO 27