Ya era tarde cuando se acercaron a Jebús, y el siervo le dijo:
—Paremos en esta ciudad jebusea y pasemos aquí la noche.
—No —le dijo su amo—, no podemos quedarnos en esta ciudad extranjera donde no hay israelitas. Seguiremos, en cambio, hasta Guibeá. Vamos, tratemos de llegar hasta Guibeá o Ramá, y pasaremos la noche en una de esas ciudades.
Así que siguieron adelante. El sol se ponía cuando llegaron a Guibeá, una ciudad situada en Benjamín, y se detuvieron allí para pasar la noche. Descansaron en la plaza de la ciudad, pero nadie los invitó a su casa para pasar la noche.
Esa noche un anciano regresaba a su hogar después del trabajo en los campos. Era de la zona montañosa de Efraín, pero vivía en Guibeá, donde la gente era de la tribu de Benjamín. Cuando vio a los viajeros sentados en la plaza de la ciudad, les preguntó de dónde venían y hacia dónde iban.
—Regresamos de Belén, en Judá —le contestó el hombre—, y vamos hacia una zona remota de la región montañosa de Efraín, donde yo vivo. Viajé a Belén y ahora voy de regreso a mi hogar. Pero nadie nos ha invitado a su casa para pasar la noche, aunque traemos todo lo que necesitamos. Tenemos paja y forraje para nuestros burros, y bastante pan y vino para nosotros.
—Serán bienvenidos en mi casa —les dijo el anciano—. Yo les daré todo lo que pudiera faltarles; pero no se les ocurra pasar la noche en la plaza.
Entonces los llevó a su casa y dio alimento a los burros. Después de lavarse los pies, comieron y bebieron juntos.
Mientras disfrutaban el momento, un grupo de alborotadores de la ciudad rodeó la casa. Comenzaron a golpear la puerta y a gritarle al anciano:
—Saca al hombre que se hospeda contigo para que podamos tener sexo con él.
Entonces el anciano salió para hablar con ellos.
—No, hermanos míos, no hagan algo tan perverso. Pues este hombre es huésped en mi casa, y semejante acto sería vergonzoso. Miren, llévense a mi hija virgen y a la concubina de este hombre. Yo se las sacaré, y ustedes podrán abusar de ellas y hacerles lo que quieran. Pero no cometan semejante vergüenza contra este hombre.
Sin embargo, ellos no le hicieron caso. Entonces el levita tomó a su concubina y la empujó por la puerta. Los hombres de la ciudad abusaron de ella toda la noche, violándola uno por uno hasta la mañana. Finalmente, al amanecer, la soltaron. Cuando ya amanecía, la mujer regresó a la casa donde estaba hospedado su esposo y se desplomó en la puerta de la casa, y permaneció allí hasta que hubo luz.
Cuando su esposo abrió la puerta para salir, allí encontró a su concubina, tirada, con las manos en el umbral. «¡Levántate, vamos!», le dijo. Pero no hubo respuesta. Entonces subió el cuerpo de la mujer a su burro y se la llevó a su casa.
Cuando llegó a su casa, tomó un cuchillo y cortó el cuerpo de su concubina en doce pedazos. Después envió un pedazo a cada tribu por todo el territorio de Israel.
Todos los que lo veían exclamaban: «En todo este tiempo, desde que Israel salió de Egipto, nunca se había cometido un crimen tan horrible. ¡Pensémoslo bien! ¿Qué vamos a hacer? ¿Quién lo denunciará?».