Yo soy el que ha visto las aflicciones que provienen de la vara del enojo del SEÑOR. Me llevó a las tinieblas, y dejó fuera toda luz. Volvió su mano contra mí una y otra vez, todo el día. Hizo que mi piel y mi carne envejecieran; quebró mis huesos. Me sitió y me rodeó de angustia y aflicción. Me enterró en un lugar oscuro, como a los que habían muerto hace tiempo. Me cercó con un muro, y no puedo escapar; me ató con pesadas cadenas. Y a pesar de que lloro y grito, cerró sus oídos a mis oraciones. Impidió mi paso con un muro de piedra; hizo mis caminos tortuosos. Se escondió como un oso o un león, esperando atacarme. Me arrastró fuera del camino, me descuartizó y me dejó indefenso y destruido. Tensó su arco y me hizo el blanco de sus flechas. Disparó sus flechas a lo profundo de mi corazón. Mi propio pueblo se ríe de mí; todo el día repiten sus canciones burlonas. Él me llenó de amargura y me dio a beber una copa amarga de dolor. Me hizo masticar piedras; me revolcó en el polvo. Me arrebató la paz y ya no recuerdo qué es la prosperidad. Yo exclamo: «¡Mi esplendor ha desaparecido! ¡Se perdió todo lo que yo esperaba del SEÑOR!». Recordar mi sufrimiento y no tener hogar es tan amargo que no encuentro palabras. Siempre tengo presente este terrible tiempo mientras me lamento por mi pérdida. No obstante, aún me atrevo a tener esperanza cuando recuerdo lo siguiente: ¡El fiel amor del SEÑOR nunca se acaba! Sus misericordias jamás terminan. Grande es su fidelidad; sus misericordias son nuevas cada mañana. Me digo: «El SEÑOR es mi herencia, por lo tanto, ¡esperaré en él!».
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