Señor, a lo largo de todas las generaciones, ¡tú has sido nuestro hogar! Antes de que nacieran las montañas, antes de que dieras vida a la tierra y al mundo, desde el principio y hasta el fin, tú eres Dios. Haces que la gente vuelva al polvo con solo decir: «¡Vuelvan al polvo, ustedes, mortales!». Para ti, mil años son como un día pasajero, tan breves como unas horas de la noche. Arrasas a las personas como si fueran sueños que desaparecen. Son como la hierba que brota en la mañana. Por la mañana se abre y florece, pero al anochecer está seca y marchita. Nos marchitamos bajo tu enojo; tu furia nos abruma. Despliegas nuestros pecados delante de ti —nuestros pecados secretos— y los ves todos. Vivimos la vida bajo tu ira, y terminamos nuestros años con un gemido. ¡Setenta son los años que se nos conceden! Algunos incluso llegan a ochenta. Pero hasta los mejores años se llenan de dolor y de problemas; pronto desaparecen, y volamos.
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