Pero cuando Sambalat, Tobías y los árabes, los amonitas y los asdodeos se enteraron de que avanzaba la reconstrucción de la muralla y, que ya estábamos cerrando las brechas, se enojaron muchísimo y acordaron atacar a Jerusalén y provocar disturbios en ella. Oramos entonces a nuestro Dios y decidimos montar guardia día y noche para defendernos de ellos.
Por su parte, la gente de Judá decía: «Los cargadores desfallecen, pues son muchos los escombros; ¡no vamos a poder reconstruir esta muralla!».
Y nuestros enemigos maquinaban: «Les caeremos por sorpresa y los mataremos; así haremos que la obra se suspenda».
Algunos de los judíos que vivían cerca de ellos venían hasta diez veces y nos advertían: «Los van a atacar por todos lados».
Así que puse a la gente por familias, con sus espadas, lanzas y arcos, detrás de las murallas, en los lugares más vulnerables y desguarnecidos. Luego de examinar la situación, me levanté y dije a los nobles y oficiales, y al resto del pueblo: «¡No les tengan miedo! Acuérdense del Señor, que es grande y temible, y peleen por sus hermanos, por sus hijos e hijas, y por sus esposas y sus hogares».
Una vez que nuestros enemigos se dieron cuenta de que conocíamos sus intenciones y de que Dios había frustrado sus planes, todos regresamos a la muralla, cada uno a su trabajo.
A partir de aquel día la mitad de mi gente trabajaba en la obra, mientras la otra mitad permanecía armada con lanzas, escudos, arcos y corazas. Los oficiales estaban pendientes de toda la gente de Judá. Tanto los que reconstruían la muralla como los que acarreaban los materiales hacían su trabajo con una mano y con la otra sostenían un arma. Todos los que trabajaban en la reconstrucción llevaban la espada a la cintura. A mi lado estaba el encargado de dar el toque de alarma con la trompeta.
Yo había dicho a los nobles, a los gobernantes y al resto del pueblo: «La tarea es grande y extensa, y nosotros estamos muy esparcidos en la muralla, distantes los unos de los otros. Por eso, en el lugar donde oigan el toque de la trompeta, cerremos filas. ¡Nuestro Dios peleará por nosotros!».
Así que, desde el amanecer hasta que aparecían las estrellas, mientras trabajábamos en la obra, la mitad de la gente montaba guardia con lanza en mano.
En aquella ocasión también dije a la gente: «Todos ustedes, incluso los ayudantes, quédense en Jerusalén para que en la noche sirvan de centinelas y de día trabajen en la obra». Ni yo ni mis parientes y ayudantes, ni los de mi guardia personal, nos desvestíamos para nada: cada uno llevaba su arma, incluso cuando iba a buscar agua.