«Hijo de hombre, dedícale un lamento al rey de Tiro, y dile de mi parte: “Tú, tan lleno de sabiduría, y de hermosura tan perfecta, eras el sello de la perfección.
Estuviste en el Edén, en el huerto de Dios; tus vestiduras estaban adornadas con toda clase de piedras preciosas: cornalina, topacio, jaspe, crisólito, berilo, ónice, zafiro, carbunclo, esmeralda y oro; todo estaba cuidadosamente preparado para ti en el día de tu creación.
A ti, querubín grande y protector, yo te puse en el santo monte de Dios, y allí estuviste. ¡Te paseabas en medio de las piedras encendidas!
Desde el día en que fuiste creado, y hasta el día en que se halló maldad en ti, eras perfecto en todos tus caminos.
Pero por tantos negocios que hacías te fuiste llenando de iniquidad, y pecaste. Por eso, querubín protector, yo te expulsé del monte de Dios y te arrojé lejos de las piedras encendidas.
Era tanta tu hermosura que tu corazón se envaneció. Por causa de tu esplendor corrompiste tu sabiduría. Por eso yo te haré rodar por tierra, y te expondré al ridículo delante de los reyes.
Y es que profanaste tus santuarios con tus muchas maldades y con tus perversos negocios. Por eso yo hice que de ti saliera fuego para que te consumiera; te hice rodar por el suelo, a la vista de todos los que te admiran.
Todos los pueblos que te conocieron se sorprenderán al verte; serás motivo de espanto, y para siempre dejarás de existir.”»