Tus ojos verán al Rey en su hermosura, y contemplarán la tierra distante. En tu corazón te imaginarás el espanto, y dirás: «¿Qué pasó con el escriba? ¿Y qué fue del que pesaba el tributo? ¿Y dónde quedó el que censaba las grandes torres?» Ya no verás a ese pueblo arrogante, de lenguaje difícil y entrecortado, que te era tan difícil comprender. ¡Mira a Sión, ciudad de nuestras fiestas solemnes! Con tus ojos verás a Jerusalén, casa tranquila, tienda que nunca será desarmada, cuyas estacas jamás serán arrancadas, y cuyas cuerdas jamás serán rotas. Allí el Señor será para nosotros una fortaleza, un lugar de ríos y de anchos arroyos, por los que no pasará ninguna galera de remos, ni tampoco navegarán grandes naves. El Señor es nuestro juez. El Señor es nuestro legislador. ¡El Señor es nuestro Rey, y él mismo nos salvará! Aunque tus cuerdas están flojas, y tu mástil no está firme ni tensada tu vela, te repartirás el botín de muchos despojos, y hasta los cojos se arrebatarán el botín. Nadie que habite la ciudad dirá que está enfermo, porque a sus habitantes les será perdonada su maldad.
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