Cuando llegaron a donde estaba la multitud, un hombre se le acercó, se arrodilló delante de él, y le dijo:
«¡Señor, ten compasión de mi hijo! Es lunático, y padece muchísimo. Muchas veces se cae en el fuego, y muchas otras en el agua.
Lo he llevado a tus discípulos, pero no lo han podido sanar.»
Jesús dijo: «¡Ay, gente incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo tendré que estar con ustedes? ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos? ¡Tráiganmelo acá!»
Jesús reprendió entonces al demonio, y este salió del muchacho, y desde aquel mismo instante el muchacho quedó sano.
Después los discípulos hablaron con Jesús aparte, y le preguntaron: «¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo?»
Jesús les dijo: «Porque ustedes tienen muy poca fe. De cierto les digo, que si tuvieran fe como un grano de mostaza, le dirían a este monte: “Quítate de allí y vete a otro lugar”, y el monte les obedecería. ¡Nada sería imposible para ustedes!»
[Pero este género no sale sino con oración y ayuno.]
Cuando ellos estaban en Galilea, Jesús les dijo: «El Hijo del Hombre será entregado a los poderes de este mundo,
y lo matarán, pero al tercer día resucitará.» Al oír esto, ellos se entristecieron mucho.
Cuando llegaron a Cafarnaún, los que cobraban las dos dracmas se acercaron a Pedro y le dijeron: «¿Su Maestro no paga las dos dracmas?»
Él les respondió que sí. Pero cuando Pedro entró en la casa, Jesús le habló primero y le dijo: «¿Qué te parece, Simón? Los reyes de la tierra, ¿de quiénes cobran los tributos o los impuestos? ¿De sus hijos, o de los extraños?»
Pedro le respondió: «De los extraños». Jesús le dijo: «Por lo tanto, los hijos quedan exentos de pagarlos.
Sin embargo, para no ofenderlos, ve al lago, echa el anzuelo, y toma el primer pez que saques. Al abrirle la boca, hallarás una moneda. Tómala, y dásela a ellos por ti y por mí.»