Señor, tú me has examinado y me conoces; tú sabes cuando me siento o me levanto; ¡desde lejos sabes todo lo que pienso! Me vigilas cuando camino y cuando descanso; ¡estás enterado de todo lo que hago! Todavía no tengo las palabras en la lengua, ¡y tú, Señor, ya sabes lo que estoy por decir! Tu presencia me envuelve por completo; la palma de tu mano reposa sobre mí. Saber esto rebasa mi entendimiento; ¡es tan sublime que no alcanzo a comprenderlo! ¿Dónde puedo esconderme de tu espíritu? ¿Cómo podría huir de tu presencia? Si subiera yo a los cielos, allí estás tú; si me tendiera en el sepulcro, también estás allí. Si levantara el vuelo hacia el sol naciente, o si habitara en los confines del mar, aun allí tu mano me sostendría; ¡tu mano derecha no me soltaría! Si quisiera esconderme en las tinieblas, y que se hiciera noche la luz que me rodea, ¡ni las tinieblas me esconderían de ti, pues para ti la noche es como el día! ¡Para ti son lo mismo las tinieblas y la luz! Tú, Señor, diste forma a mis entrañas; ¡tú me formaste en el vientre de mi madre! Te alabo porque tus obras son formidables, porque todo lo que haces es maravilloso. ¡De esto estoy plenamente convencido! Aunque en lo íntimo me diste forma, y en lo más secreto me fui desarrollando, nada de mi cuerpo te fue desconocido. Con tus propios ojos viste mi embrión; todos los días de mi vida ya estaban en tu libro; antes de que me formaras, los anotaste, y no faltó uno solo de ellos.
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