¡Ah, Dios es bueno con Israel, con los limpios de corazón! En cuanto a mí, casi se deslizaron mis pies; poco faltó para que mis pasos resbalaran. Y es que tuve envidia de los arrogantes, al ver cómo prosperaban esos malvados. Ellos no se acongojan ante la muerte, pues están llenos de vigor. No se afanan ni se ven golpeados como el resto de los mortales. La soberbia es su corona, y la violencia es su vestido. Tan gordos están que los ojos se les saltan; siempre satisfacen los apetitos de su corazón. Entre burlas hacen planes malvados y violentos, y siempre hablan con altanería. Con su boca ofenden al cielo, y con su lengua denigran a la tierra. Por eso el pueblo de Dios se vuelve a ellos, y absorben sus palabras como si bebieran agua. Hasta dicen: «¿Cómo va a saberlo Dios? ¡De esto no se enterará el Altísimo!» ¡Bien puede verse que estos impíos se hacen ricos sin que nada les preocupe! ¡Ah!, pero de nada me ha servido mantener mi corazón y mis manos sin pecado, pues a todas horas recibo azotes y soy castigado todas las mañanas. Si acaso llegara yo a hablar como ellos, estaría traicionando a la generación de tus hijos. Me puse a pensar en esto para entenderlo, pero me resultó un trabajo muy difícil.
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