Mis familiares y yo hemos servido a Dios, y nadie puede acusarnos de nada malo. Siempre que oro, ya sea de día o de noche, te recuerdo y doy gracias a Dios por ti. Cada vez que me acuerdo de cómo lloraste y te pusiste triste, me dan más ganas de verte. ¡Cómo me alegraría eso! Tu abuela Loida y tu madre Eunice confiaron sinceramente en Dios; y cuando me acuerdo de ti, me siento seguro de que también tú tienes esa misma confianza.
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