Los israelitas dejaron de adorar al Dios de sus antepasados, que los había sacado de Egipto, y empezaron a adorar a los dioses de la gente que vivía a su alrededor; adoraron las estatuas de dioses falsos como Baal y Astarté. Este pecado de los israelitas hizo enojar a Dios. Tan enojado estaba con ellos que dejó que los atacaran y les robaran lo que tenían. También permitió que los derrotaran sus enemigos, sin que ellos pudieran hacer nada para impedirlo. Cuando iban a pelear, Dios se ponía en contra de ellos, y todo les salía mal, tal como él lo había advertido. Los israelitas estaban en grandes aprietos, así que Dios les puso jefes para librarlos de quienes les robaban. Sin embargo, ellos no prestaron atención a esos jefes, ni fueron obedientes a Dios, sino que adoraron a otros dioses. Sus antepasados habían cumplido los mandamientos del Dios verdadero, pero ellos no los cumplieron. Dios ayudaba a los jefes que él ponía. Mientras ese jefe vivía, Dios salvaba a los israelitas de sus enemigos, porque se compadecía de ellos al oírlos quejarse de sus sufrimientos. Pero al morir el jefe, los israelitas volvían a pecar. Su comportamiento era peor que el de sus padres, pues servían y adoraban a otros dioses, y tercamente se negaban a cambiar de actitud. Por eso Dios se enfureció contra ellos, y dijo: «Este pueblo no ha cumplido con el trato que hice con sus antepasados. Me han desobedecido, así que ya no voy a echar a ninguno de los pueblos que todavía quedan en el territorio desde que Josué murió. Usaré a esos pueblos para ver si los israelitas en verdad quieren obedecerme, como lo hicieron sus antepasados». Por eso Dios no expulsó enseguida a los pueblos que Josué no había podido derrotar, sino que les permitió quedarse.
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