Y al otro día llegaron a Cesarea, donde Cornelio los estaba esperando junto con un grupo de sus parientes y amigos íntimos, a quienes había invitado. Cuando Pedro llegó a la casa, Cornelio salió a recibirlo, y se puso de rodillas delante de él, para adorarlo. Pero Pedro lo levantó, diciéndole: —Ponte de pie, pues yo también soy un hombre, como tú. Mientras hablaba con él, entró y encontró a muchas personas reunidas. Pedro les dijo: —Ustedes saben que a un judío le prohíbe su religión tener tratos con extranjeros o entrar en sus casas. Pero Dios me ha enseñado que no debo llamar profano o impuro a nadie. Por eso, tan pronto como me avisaron, vine sin poner ninguna objeción. Quisiera saber, pues, por qué me han llamado. Cornelio contestó: —Hace cuatro días, como a esta misma hora, yo estaba aquí en mi casa haciendo la oración de las tres de la tarde, cuando se me apareció un hombre vestido con ropa brillante. Me dijo: “Cornelio, Dios ha oído tu oración y se ha acordado de lo que has hecho para ayudar a los necesitados. Manda a alguien a la ciudad de Jope para que haga venir a Simón, que también se llama Pedro. Está alojado en casa de otro Simón, un curtidor que vive junto al mar.” Así que envié inmediatamente a buscarte, y tú has tenido la bondad de venir. Ahora estamos todos aquí delante de Dios, y queremos escuchar todo lo que el Señor te ha mandado decirnos. Pedro entonces comenzó a hablar, y dijo: —Ahora entiendo que de veras Dios no hace diferencia entre una persona y otra
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