Ahora, sin embargo, no se desanimen, porque ninguno de ustedes morirá, aunque el barco sí va a perderse. Pues anoche se me apareció un ángel, enviado por el Dios a quien pertenezco y sirvo, y me dijo: “No tengas miedo, Pablo, porque tienes que presentarte ante el emperador romano, y por tu causa Dios va a librar de la muerte a todos los que están contigo en el barco.” Por tanto, señores, anímense, porque tengo confianza en Dios y estoy seguro de que las cosas sucederán como el ángel me dijo. Pero vamos a encallar en una isla.
Una noche, cuando al cabo de dos semanas de viaje nos encontrábamos en el mar Adriático llevados de un lado a otro por el viento, a eso de la medianoche los marineros se dieron cuenta de que estábamos llegando a tierra. Midieron la profundidad del agua, y era de treinta y seis metros; un poco más adelante la midieron otra vez, y era de veintisiete metros. Por miedo de chocar contra las rocas, echaron cuatro anclas por la parte de atrás del barco, mientras pedían a Dios que amaneciera. Pero los marineros pensaron en escapar del barco, así que comenzaron a bajar el bote salvavidas, haciendo como que iban a echar las anclas de la parte delantera del barco. Pero Pablo avisó al capitán y a sus soldados, diciendo:
—Si estos no se quedan en el barco, ustedes no podrán salvarse.
Entonces los soldados cortaron las amarras del bote salvavidas y lo dejaron caer al agua.
De madrugada, Pablo les recomendó a todos que comieran algo. Les dijo:
—Ya hace dos semanas que, por esperar a ver qué pasa, ustedes no han comido nada. Les ruego que coman algo. Esto es necesario, si quieren sobrevivir, pues nadie va a perder ni un cabello de la cabeza.