Entonces Moisés y los israelitas entonaron este canto en honor del Señor: «Cantaré en honor del Señor, que tuvo un triunfo maravilloso al hundir en el mar caballos y jinetes. Mi canto es al Señor, quien es mi fuerza y salvación. Él es mi Dios, y he de alabarlo; es el Dios de mi padre, y he de enaltecerlo. El Señor es un gran guerrero. El Señor, ¡ese es su nombre! El Señor hundió en el mar los carros y el ejército del faraón; ¡sus mejores oficiales se ahogaron en el Mar Rojo! Cayeron hasta el fondo, como piedras, y el mar profundo los cubrió. Oh, Señor, fue tu mano derecha, fuerte y poderosa, la que destrozó al enemigo. Con tu gran poder aplastaste a los que se enfrentaron contigo; se encendió tu enojo, y ellos ardieron como paja. Soplaste con furia, y el agua se amontonó; las olas se levantaron como un muro; ¡el centro del mar profundo se quedó inmóvil! El enemigo había pensado: “Los voy a perseguir hasta alcanzarlos, y voy a repartir lo que les quite hasta quedar satisfecho. Sacaré la espada, y mi brazo los destruirá.” Pero soplaste, y el mar se los tragó; se hundieron como plomo en el agua tempestuosa. Oh, Señor, ¡ningún dios puede compararse a ti! ¡Nadie es santo ni grande como tú! ¡Haces cosas maravillosas y terribles! ¡Eres digno de alabanza!
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