El Señor se dirigió a mí, y me dijo: «Tú, hombre, dile a Israel: “Eres un país castigado con falta de lluvias y de agua, un país con gobernantes como leones, que rugen y despedazan su presa; que en su territorio devoran a la gente, le roban sus tesoros y riquezas y dejan viudas a muchas mujeres. Los sacerdotes de este país tuercen el sentido de mis enseñanzas y profanan las cosas que yo considero sagradas; no hacen ninguna distinción entre lo sagrado y lo profano, ni enseñan a otros a distinguir entre lo puro y lo impuro. No ponen atención a mis sábados, ni me honran. Los jefes de este país son como lobos que despedazan su presa, listos a derramar sangre y a matar gente con tal de enriquecerse. Los profetas ocultan la verdad, como quien blanquea una pared; dicen tener visiones, y anuncian cosas que resultan falsas. Aseguran que hablan en mi nombre, cuando en realidad yo no he hablado. La gente del pueblo se dedica a la violencia y al robo; explotan al pobre y al necesitado, y cometen violencias e injusticias con los extranjeros. Yo he buscado entre esa gente a alguien que haga algo en favor del país y que interceda ante mí para que yo no los destruya, pero no lo he encontrado.
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