La serpiente era más astuta que todos los animales salvajes que Dios el Señor había creado, y le preguntó a la mujer: —¿Así que Dios les ha dicho que no coman del fruto de ningún árbol del jardín? Y la mujer le contestó: —Podemos comer del fruto de cualquier árbol, menos del árbol que está en medio del jardín. Dios nos ha dicho que no debemos comer ni tocar el fruto de ese árbol, porque si lo hacemos, moriremos. Pero la serpiente le dijo a la mujer: —No es cierto. No morirán. Dios sabe muy bien que cuando ustedes coman del fruto de ese árbol podrán saber lo que es bueno y lo que es malo, y que entonces serán como Dios. La mujer vio que el fruto del árbol era hermoso, y le dieron ganas de comerlo y de llegar a tener entendimiento. Así que cortó uno de los frutos y se lo comió. Luego le dio a su esposo, y él también comió. En ese momento se les abrieron los ojos, y los dos se dieron cuenta de que estaban desnudos. Entonces cosieron hojas de higuera y se cubrieron con ellas. El hombre y su mujer escucharon que Dios el Señor andaba por el jardín a la hora en que sopla el viento de la tarde, y corrieron a esconderse de él entre los árboles del jardín. Pero Dios el Señor llamó al hombre y le preguntó: —¿Dónde estás? El hombre contestó: —Escuché que andabas por el jardín y tuve miedo, porque estoy desnudo; por eso me escondí. Entonces Dios le preguntó: —¿Y quién te ha dicho que estás desnudo? ¿Acaso has comido del fruto del árbol del que te dije que no comieras? El hombre contestó: —La mujer que me diste por compañera me dio de ese fruto, y yo lo comí. Entonces Dios el Señor le preguntó a la mujer: —¿Por qué lo hiciste? Y ella respondió: —La serpiente me engañó, y por eso comí del fruto.
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