Cuando llegaron al sitio llamado La Calavera, crucificaron a Jesús y a los dos criminales, uno a su derecha y otro a su izquierda. [ Jesús dijo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.»]
Y los soldados echaron suertes para repartirse entre sí la ropa de Jesús. La gente estaba allí mirando; y hasta las autoridades se burlaban de él, diciendo:
—Salvó a otros; que se salve a sí mismo ahora, si de veras es el Mesías de Dios y su escogido.
Los soldados también se burlaban de Jesús. Se acercaban y le daban a beber vino agrio, diciéndole:
—¡Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo!
Y había un letrero sobre su cabeza, que decía: «Este es el Rey de los judíos.»
Uno de los criminales que estaban colgados, lo insultaba:
—¡Si tú eres el Mesías, sálvate a ti mismo y sálvanos también a nosotros!
Pero el otro reprendió a su compañero, diciéndole:
—¿No tienes temor de Dios, tú que estás bajo el mismo castigo? Nosotros estamos sufriendo con toda razón, porque estamos pagando el justo castigo de lo que hemos hecho; pero este hombre no hizo nada malo.
Luego añadió:
—Jesús, acuérdate de mí cuando comiences a reinar.
Jesús le contestó:
—Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso.
Desde el mediodía y hasta las tres de la tarde, toda la tierra quedó en oscuridad. El sol dejó de brillar, y el velo del templo se rasgó por la mitad. Jesús gritó con fuerza y dijo:
—¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!
Y al decir esto, murió.
Cuando el capitán romano vio lo que había pasado, alabó a Dios, diciendo:
—De veras, este hombre era inocente.
Toda la multitud que estaba presente y que vio lo que había pasado, se fue de allí golpeándose el pecho. Todos los conocidos de Jesús se mantenían a distancia; también las mujeres que lo habían seguido desde Galilea estaban allí mirando.
Había un hombre bueno y justo llamado José, natural de Arimatea, un pueblo de Judea. Pertenecía a la Junta Suprema de los judíos. Este José, que esperaba el reino de Dios y que no estuvo de acuerdo con lo que la Junta había hecho, fue a ver a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Después de bajarlo de la cruz, lo envolvió en una sábana de lino y lo puso en un sepulcro excavado en una peña, donde todavía no habían sepultado a nadie. Era el día de la preparación para el sábado, que ya estaba a punto de comenzar.
Las mujeres que habían acompañado a Jesús desde Galilea, fueron y vieron el sepulcro, y se fijaron en cómo habían puesto el cuerpo. Cuando volvieron a casa, prepararon perfumes y ungüentos.