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Hechos 27:1-44

Hechos 27:1-44 Nueva Versión Internacional - Español (NVI)

Cuando se decidió que navegáramos rumbo a Italia, entregaron a Pablo y a algunos otros presos a un centurión llamado Julio, quien pertenecía al batallón imperial. Subimos a bordo de un barco, con matrícula de Adramitio, que estaba a punto de zarpar hacia los puertos de la provincia de Asia, y nos hicimos a la mar. Nos acompañaba Aristarco, un macedonio de Tesalónica. Al día siguiente, hicimos escala en Sidón, y Julio, con mucha amabilidad, permitió a Pablo visitar a sus amigos para que lo atendieran. Desde Sidón zarpamos y navegamos al abrigo de Chipre, porque los vientos nos eran contrarios. Después de atravesar el mar frente a las costas de Cilicia y Panfilia, arribamos a Mira de Licia. Allí el centurión encontró un barco de Alejandría que iba para Italia, y nos hizo subir a bordo. Durante muchos días la navegación fue lenta y a duras penas llegamos frente a Gnido. Como el viento nos era desfavorable para seguir el rumbo trazado, navegamos al amparo de Creta, frente a Salmona. Seguimos con dificultad a lo largo de la costa y llegamos a un lugar llamado Buenos Puertos, cerca de la ciudad de Lasea. Se había perdido mucho tiempo y era peligrosa la navegación por haber pasado ya la fiesta del ayuno. Así que Pablo advirtió: «Señores, veo que nuestro viaje va a ser desastroso y que va a causar mucho perjuicio tanto para el barco y su carga como para nuestras propias vidas». Pero el centurión, en vez de hacerle caso, siguió el consejo del timonel y del dueño del barco. Como el puerto no era adecuado para invernar, la mayoría decidió que debíamos seguir adelante, con la esperanza de llegar a Fenice, puerto de Creta que da al suroeste y al noroeste, y pasar allí el invierno. Cuando comenzó a soplar un viento suave del sur, creyeron que podían conseguir lo que querían, así que levaron anclas y navegaron junto a la costa de Creta. Poco después se nos vino encima un viento huracanado, llamado Nordeste, que venía desde la isla. El barco quedó atrapado por la tempestad y no podía hacerle frente al viento, así que nos dejamos llevar a la deriva. Mientras pasábamos al abrigo de un islote llamado Cauda, a duras penas pudimos sujetar el bote salvavidas. Después de subirlo a bordo, amarraron con sogas todo el casco del barco para reforzarlo. Temiendo que fueran a encallar en los bancos de arena de la Sirte, echaron el ancla flotante y dejaron el barco a la deriva. Al día siguiente, dado que la tempestad seguía arremetiendo con mucha fuerza contra nosotros, comenzaron a arrojar la carga por la borda. Al tercer día, con sus propias manos arrojaron al mar los aparejos del barco. Como pasaron muchos días sin que aparecieran ni el sol ni las estrellas, y la tempestad seguía azotándonos, perdimos al fin toda esperanza de salvarnos. Llevábamos ya mucho tiempo sin comer, así que Pablo se puso en medio de todos y dijo: —Señores, debían haber seguido mi consejo y no haber zarpado de Creta; así se habrían ahorrado este perjuicio y esta pérdida. Pero ahora los exhorto a cobrar ánimo, porque ninguno de ustedes perderá la vida; solo se perderá el barco. Anoche se me apareció un ángel del Dios a quien pertenezco y sirvo, y me dijo: “No tengas miedo, Pablo. Tienes que comparecer ante el césar y Dios te ha concedido la vida de todos los que navegan contigo”. Así que ¡ánimo, señores! Confío en Dios que sucederá tal y como se me dijo. Sin embargo, tenemos que encallar en alguna isla. Ya habíamos pasado catorce noches a la deriva por el mar Adriático cuando a eso de la medianoche los marineros presintieron que se aproximaban a tierra. Echaron la sonda y encontraron que el agua tenía unos treinta y siete metros de profundidad. Más adelante volvieron a echar la sonda y encontraron que tenía cerca de veintisiete metros de profundidad. Temiendo que fuéramos a estrellarnos contra las rocas, echaron cuatro anclas por la popa y se pusieron a rogar que amaneciera. En un intento por escapar del barco, los marineros comenzaron a bajar el bote salvavidas al mar, con el pretexto de que iban a echar algunas anclas desde la proa. Pero Pablo advirtió al centurión y a los soldados: «Si esos no se quedan en el barco, no podrán salvarse ustedes». Así que los soldados cortaron las amarras del bote salvavidas y lo dejaron caer al agua. Estaba a punto de amanecer cuando Pablo animó a todos a tomar alimento: «Hoy hace ya catorce días que ustedes están con la vida en un hilo y siguen sin probar bocado. Les ruego que coman algo, pues lo necesitan para sobrevivir. Ninguno de ustedes perderá ni un solo cabello de la cabeza». Dicho esto, tomó pan y dio gracias a Dios delante de todos. Luego lo partió y comenzó a comer. Todos se animaron y también comieron. Éramos en total doscientas setenta y seis personas en el barco. Una vez satisfechos, aligeraron el barco echando el trigo al mar. Cuando amaneció, no reconocieron la tierra, pero vieron una bahía que tenía playa, donde decidieron encallar el barco a como diera lugar. Cortaron las anclas y las dejaron caer en el mar, desatando a la vez las amarras de los timones. Luego izaron a favor del viento la vela de proa y se dirigieron a la playa. Pero el barco fue a dar en un banco de arena y encalló. La proa se encajó en el fondo y quedó varada, mientras la popa se hacía pedazos al embate de las olas. Los soldados pensaron matar a los presos para que ninguno escapara a nado. Pero el centurión quería salvarle la vida a Pablo y les impidió llevar a cabo el plan. Dio orden de que los que pudieran nadar saltaran primero por la borda para llegar a tierra, y de que los demás salieran valiéndose de tablas o de restos del barco. De esta manera todos llegamos sanos y salvos a tierra.

Hechos 27:1-44 Traducción en Lenguaje Actual (TLA)

Cuando por fin decidieron mandarnos a Italia, Pablo y los demás prisioneros fueron entregados a un capitán romano llamado Julio, que estaba a cargo de un grupo especial de soldados al servicio del emperador. Fuimos llevados al puerto de Adramitio. Allí, un barco estaba a punto de salir para hacer un recorrido por los puertos de la provincia de Asia. Con nosotros estaba también Aristarco, que era de la ciudad de Tesalónica, en la provincia de Macedonia. Subimos al barco y salimos. Al día siguiente llegamos al puerto de Sidón. El capitán Julio trató bien a Pablo, pues lo dejó visitar a sus amigos en Sidón, y también permitió que ellos lo atendieran. Cuando salimos de Sidón, navegamos con el viento en contra. Entonces nos acercamos a la costa de la isla de Chipre para protegernos del viento. Luego pasamos por la costa de las provincias de Cilicia y de Panfilia, y así llegamos a una ciudad llamada Mira, en la provincia de Licia. El capitán Julio encontró allí un barco de Alejandría, que iba hacia Italia, y nos ordenó subir a ese barco para continuar nuestro viaje. Viajamos despacio durante varios días, y nos costó trabajo llegar frente al puerto de Cnido. El viento seguía soplando en contra nuestra, por lo que pasamos frente a la isla de Salmona y, con mucha dificultad, navegamos por la costa sur de la isla de Creta. Por fin llegamos a un lugar llamado Buenos Puertos, que está cerca de la ciudad de Lasea, en la misma isla de Creta. Era peligroso seguir navegando, pues habíamos perdido mucho tiempo y ya casi llegaba el invierno. Entonces Pablo les dijo a todos en el barco: «Señores, este viaje va a ser peligroso. No solo puede destruirse la carga y el barco, sino que hasta podemos morir.» Pero el capitán de los soldados no le hizo caso a Pablo, sino que decidió seguir el viaje, como insistían el dueño y el capitán del barco. Buenos Puertos no era un buen lugar para pasar el invierno; por eso, todos creían que lo mejor era seguir y tratar de llegar al puerto de Fenice, para pasar allí el invierno. Fenice estaba en la misma isla de Creta, y desde allí se podía salir hacia el noroeste y el suroeste. De pronto, comenzó a soplar un viento suave, que venía del sur. Por eso el capitán y los demás pensaron que podían seguir el viaje, y salimos navegando junto a la costa de la isla de Creta. Al poco tiempo, un huracán vino desde el noreste, y el fuerte viento comenzó a pegar contra el barco. No podíamos navegar contra el viento, así que tuvimos que dejarnos llevar por él. Pasamos frente a la costa sur de una isla pequeña, llamada Cauda, la cual nos protegió del viento. Allí pudimos subir el bote salvavidas, aunque con mucha dificultad. Después los marineros usaron cuerdas, y con ellas trataron de sujetar el casco del barco, para que no se rompiera. Todos tenían miedo de que el barco quedara atrapado en los depósitos de arena llamados Sirte. Bajaron las velas y dejaron que el viento nos llevara a donde quisiera. Al día siguiente la tempestad empeoró, por lo que todos comenzaron a echar al mar la carga del barco. Tres días después, también echaron al mar todas las cuerdas que usaban para manejar el barco. Durante muchos días no vimos ni el sol ni las estrellas. La tempestad era tan fuerte que habíamos perdido la esperanza de salvarnos. Como habíamos pasado mucho tiempo sin comer, Pablo se levantó y les dijo a todos: «Señores, habría sido mejor que me hubieran hecho caso, y que no hubiéramos salido de la isla de Creta. Así no le habría pasado nada al barco, ni a nosotros. Pero no se pongan tristes, porque ninguno de ustedes va a morir. Solo se perderá el barco. Anoche se me apareció un ángel, enviado por el Dios a quien sirvo y pertenezco. El ángel me dijo: “Pablo, no tengas miedo, porque tienes que presentarte ante el emperador de Roma. Gracias a ti, Dios no dejará que muera ninguno de los que están en el barco.” Así que, aunque el barco se quedará atascado en una isla, alégrense, pues yo confío en Dios y estoy seguro de que todo pasará como el ángel me dijo.» El viento nos llevaba de un lugar a otro. Una noche, como a las doce, después de viajar dos semanas por el mar Adriático, los marineros vieron que estábamos cerca de tierra firme. Midieron, y se dieron cuenta de que el agua tenía treinta y seis metros de profundidad. Más adelante volvieron a medir, y estaba a veintisiete metros. Esto asustó a los marineros, pues quería decir que el barco podía chocar contra las rocas. Echaron cuatro anclas al mar, por la parte trasera del barco, y le pidieron a Dios que pronto amaneciera. Pero aun así, los marineros querían escapar del barco. Comenzaron a bajar el bote salvavidas, haciendo como que iban a echar más anclas en la parte delantera del barco. Pablo se dio cuenta de sus planes, y les dijo al capitán y a los soldados: «Si esos marineros se van, ustedes no podrán salvarse.» Entonces los soldados cortaron las cuerdas que sostenían el bote, y lo dejaron caer al mar. A la madrugada, Pablo pensó que todos debían comer algo y les dijo: «Hace dos semanas que solo se preocupan por lo que pueda pasar, y no comen nada. Por favor, coman algo. Es necesario que tengan fuerzas, pues nadie va a morir por causa de este problema.» Luego Pablo tomó un pan y oró delante de todos. Dando gracias a Dios, partió el pan y empezó a comer. Todos se animaron y también comieron. En el barco había doscientas setenta y seis personas, y todos comimos lo que quisimos. Luego los marineros tiraron el trigo al mar, para que el barco quedara más liviano. Al amanecer, los marineros no sabían dónde estábamos, pero vieron una bahía con playa, y trataron de arrimar el barco hasta allá. Cortaron las cuerdas de las anclas y las dejaron en el mar. También aflojaron los remos que guiaban el barco, y levantaron la vela delantera. El viento empujó el barco, y este comenzó a moverse hacia la playa, pero poco después quedó atrapado en un montón de arena. La parte delantera no se podía mover, pues quedó enterrada en la arena, y las olas comenzaron a golpear con tanta fuerza la parte trasera que la despedazaron toda. Los soldados querían matar a los prisioneros, para que no se escaparan nadando. Pero el capitán no los dejó, porque quería salvar a Pablo. Ordenó que todos los que supieran nadar se tiraran al agua y llegaran a la playa, y que los que no supieran se agarraran de tablas o pedazos del barco. Todos llegamos a la playa sanos y salvos.

Hechos 27:1-44 Biblia Reina Valera 1960 (RVR1960)

Cuando se decidió que habíamos de navegar para Italia, entregaron a Pablo y a algunos otros presos a un centurión llamado Julio, de la compañía Augusta. Y embarcándonos en una nave adramitena que iba a tocar los puertos de Asia, zarpamos, estando con nosotros Aristarco, macedonio de Tesalónica. Al otro día llegamos a Sidón; y Julio, tratando humanamente a Pablo, le permitió que fuese a los amigos, para ser atendido por ellos. Y haciéndonos a la vela desde allí, navegamos a sotavento de Chipre, porque los vientos eran contrarios. Habiendo atravesado el mar frente a Cilicia y Panfilia, arribamos a Mira, ciudad de Licia. Y hallando allí el centurión una nave alejandrina que zarpaba para Italia, nos embarcó en ella. Navegando muchos días despacio, y llegando a duras penas frente a Gnido, porque nos impedía el viento, navegamos a sotavento de Creta, frente a Salmón. Y costeándola con dificultad, llegamos a un lugar que llaman Buenos Puertos, cerca del cual estaba la ciudad de Lasea. Y habiendo pasado mucho tiempo, y siendo ya peligrosa la navegación, por haber pasado ya el ayuno, Pablo les amonestaba, diciéndoles: Varones, veo que la navegación va a ser con perjuicio y mucha pérdida, no solo del cargamento y de la nave, sino también de nuestras personas. Pero el centurión daba más crédito al piloto y al patrón de la nave, que a lo que Pablo decía. Y siendo incómodo el puerto para invernar, la mayoría acordó zarpar también de allí, por si pudiesen arribar a Fenice, puerto de Creta que mira al nordeste y sudeste, e invernar allí. Y soplando una brisa del sur, pareciéndoles que ya tenían lo que deseaban, levaron anclas e iban costeando Creta. Pero no mucho después dio contra la nave un viento huracanado llamado Euroclidón. Y siendo arrebatada la nave, y no pudiendo poner proa al viento, nos abandonamos a él y nos dejamos llevar. Y habiendo corrido a sotavento de una pequeña isla llamada Clauda, con dificultad pudimos recoger el esquife. Y una vez subido a bordo, usaron de refuerzos para ceñir la nave; y teniendo temor de dar en la Sirte, arriaron las velas y quedaron a la deriva. Pero siendo combatidos por una furiosa tempestad, al siguiente día empezaron a alijar, y al tercer día con nuestras propias manos arrojamos los aparejos de la nave. Y no apareciendo ni sol ni estrellas por muchos días, y acosados por una tempestad no pequeña, ya habíamos perdido toda esperanza de salvarnos. Entonces Pablo, como hacía ya mucho que no comíamos, puesto en pie en medio de ellos, dijo: Habría sido por cierto conveniente, oh varones, haberme oído, y no zarpar de Creta tan solo para recibir este perjuicio y pérdida. Pero ahora os exhorto a tener buen ánimo, pues no habrá ninguna pérdida de vida entre vosotros, sino solamente de la nave. Porque esta noche ha estado conmigo el ángel del Dios de quien soy y a quien sirvo, diciendo: Pablo, no temas; es necesario que comparezcas ante César; y he aquí, Dios te ha concedido todos los que navegan contigo. Por tanto, oh varones, tened buen ánimo; porque yo confío en Dios que será así como se me ha dicho. Con todo, es necesario que demos en alguna isla. Venida la decimacuarta noche, y siendo llevados a través del mar Adriático, a la medianoche los marineros sospecharon que estaban cerca de tierra; y echando la sonda, hallaron veinte brazas; y pasando un poco más adelante, volviendo a echar la sonda, hallaron quince brazas. Y temiendo dar en escollos, echaron cuatro anclas por la popa, y ansiaban que se hiciese de día. Entonces los marineros procuraron huir de la nave, y echando el esquife al mar, aparentaban como que querían largar las anclas de proa. Pero Pablo dijo al centurión y a los soldados: Si estos no permanecen en la nave, vosotros no podéis salvaros. Entonces los soldados cortaron las amarras del esquife y lo dejaron perderse. Cuando comenzó a amanecer, Pablo exhortaba a todos que comiesen, diciendo: Este es el decimocuarto día que veláis y permanecéis en ayunas, sin comer nada. Por tanto, os ruego que comáis por vuestra salud; pues ni aun un cabello de la cabeza de ninguno de vosotros perecerá. Y habiendo dicho esto, tomó el pan y dio gracias a Dios en presencia de todos, y partiéndolo, comenzó a comer. Entonces todos, teniendo ya mejor ánimo, comieron también. Y éramos todas las personas en la nave doscientas setenta y seis. Y ya satisfechos, aligeraron la nave, echando el trigo al mar. Cuando se hizo de día, no reconocían la tierra, pero veían una ensenada que tenía playa, en la cual acordaron varar, si pudiesen, la nave. Cortando, pues, las anclas, las dejaron en el mar, largando también las amarras del timón; e izada al viento la vela de proa, enfilaron hacia la playa. Pero dando en un lugar de dos aguas, hicieron encallar la nave; y la proa, hincada, quedó inmóvil, y la popa se abría con la violencia del mar. Entonces los soldados acordaron matar a los presos, para que ninguno se fugase nadando. Pero el centurión, queriendo salvar a Pablo, les impidió este intento, y mandó que los que pudiesen nadar se echasen los primeros, y saliesen a tierra; y los demás, parte en tablas, parte en cosas de la nave. Y así aconteció que todos se salvaron saliendo a tierra.

Hechos 27:1-44 Reina Valera Contemporánea (RVC)

Cuando se decidió que debíamos ir por barco a Italia, Pablo y otros prisioneros fueron entregados a un centurión llamado Julio, de la compañía Augusta. Nos embarcaron en una nave de Adramitio que tocaría los puertos de la provincia de Asia. Al zarpar, iba con nosotros Aristarco, un macedonio de Tesalónica. Un día después llegamos a Sidón. Julio trataba a Pablo con mucha deferencia, y le permitía visitar a sus amigos, para que lo atendieran. De allí desplegamos velas, y navegamos a sotavento de Chipre, porque teníamos el viento en contra. Después de cruzar el mar frente a Cilicia y Panfilia, arribamos a Mira, una ciudad de Licia. Allí el centurión dio con una nave alejandrina que zarpaba para Italia, y nos embarcó en ella. Nuestra navegación fue muy lenta durante varios días, y a duras penas llegamos frente a Gnido, porque el fuerte viento nos lo impedía. Navegamos entonces a sotavento de Creta, frente a Salmón. Logramos costear con dificultad, y llegamos a un lugar llamado Buenos Puertos, cerca de la ciudad de Lasea. Pasaron muchos días, incluso el día del Perdón, así que era muy arriesgado continuar con la navegación. Entonces Pablo les hizo una observación. Les dijo: «Amigos, si seguimos navegando, creo que sufriremos perjuicios y pérdidas, no solo del cargamento y de la nave sino también de nosotros.» Pero el centurión no le hizo caso, pues le creía más al piloto y al capitán de la nave que a Pablo. Como el puerto era incómodo para invernar, casi todos acordaron zarpar de allí. Creían poder arribar a Fenice, un puerto de Creta que mira al noroeste y al suroeste, e invernar allí. Como empezó a soplar una brisa del sur, les pareció que el viento era adecuado; entonces levaron anclas y se fueron siguiendo la costa de Creta. Pero al poco tiempo un viento huracanado, conocido como Euroclidón, dio contra la nave y la arrastró. Como no fue posible poner proa al viento, simplemente nos dejamos llevar por el viento. Luego de deslizarnos a sotavento de la isla llamada Cauda, con muchas dificultades pudimos recoger la lancha salvavidas, la cual fue subida a bordo y atada a la nave. Por temor a quedar varados en la arena, se arriaron las velas y la nave quedó a la deriva. Como éramos azotados por una furiosa tempestad, al siguiente día se comenzó a aligerar la nave de su carga, y al tercer día se arrojaron los aparejos de la nave. Durante muchos días no pudieron verse el sol ni las estrellas, y la fuerte tempestad nos seguía azotando, así que ya habíamos perdido toda esperanza de salvarnos. Como hacía mucho que no comíamos, Pablo se puso de pie y dijo: «Amigos, ustedes debieron haberme hecho caso, y no haber zarpado de Creta. Así se habría evitado este perjuicio y esta pérdida. Pero yo les pido que no pierdan el ánimo, pues ninguno de ustedes perderá la vida. Solamente se perderá la nave. Lo sé porque esta noche ha estado conmigo el ángel del Dios, a quien sirvo y pertenezco, y me ha dicho: “Pablo, no tengas miedo. Es necesario que comparezcas ante el emperador. Dios te ha concedido que todos los que navegan contigo salgan ilesos.” Así que, ¡anímense, amigos míos!, que Dios hará todo tal y como me lo ha dicho. Sin embargo, necesitamos llegar a alguna isla.» Catorce noches después de navegar a la deriva por el mar Adriático, a eso de la medianoche los marineros intuyeron que estaban cerca de tierra, así que echaron la sonda y esta marcaba una profundidad de treinta y seis metros; un poco más adelante volvieron a echarla, y ya marcaba veintisiete. Ante el temor de dar con algunos escollos, se echaron cuatro anclas por la popa, esperando con ansias que amaneciera. Algunos marineros trataron de huir de la nave y, aparentando que querían soltar las anclas de proa, echaron al mar la lancha salvavidas; pero Pablo les dijo al centurión y a los soldados: «Si estos no se quedan en la nave, ustedes no se podrán salvar.» Entonces los soldados cortaron las amarras de la lancha y dejaron que esta se perdiera. Comenzaba a amanecer cuando Pablo los animó a comer. Les dijo: «Ya van catorce días que ustedes están en ayunas y en compás de espera. ¡No han comido nada! Yo les ruego que coman algo para mantenerse sanos. Tengan la seguridad de que no van a perder ni un cabello de su cabeza.» Dicho esto, Pablo tomó el pan y dio gracias a Dios en presencia de todos; luego lo partió y comenzó a comer. Entonces todos se animaron y también comieron. Los que estábamos en la nave éramos un total de doscientas setenta y seis personas. Ya satisfechos, se arrojó el trigo al mar y se aligeró la nave. Al llegar el día, no reconocieron el lugar, pero vieron una ensenada que tenía playa, y acordaron hacer el intento de encallar allí. Soltaron las anclas y las dejaron en el mar; soltaron también las amarras del timón, izaron al viento la vela de proa, y se enfilaron hacia la playa. Como encontraron un lugar de dos corrientes, hicieron encallar la nave; allí la proa quedó inmóvil y enclavada en la arena, pero la violencia del mar hizo pedazos la popa. Entonces los soldados acordaron matar a los presos, para que ninguno tratara de fugarse nadando, pero el centurión quería salvar a Pablo, así que les impidió su intento y ordenó que los que supieran nadar fueran los primeros en echarse al mar para llegar a tierra, y que los demás usaran tablas, o algunos restos de la nave. Fue así como todos pudimos llegar a tierra y salvarnos.

Hechos 27:1-44 Biblia Dios Habla Hoy (DHH94I)

Cuando decidieron mandarnos a Italia, Pablo y los otros presos fueron entregados a un capitán que se llamaba Julio, del batallón llamado del Emperador. Nos embarcamos, pues, en un barco del puerto de Adramitio que estaba a punto de salir para los puertos de Asia. Estaba también con nosotros Aristarco, que era de Tesalónica, ciudad de Macedonia. Al día siguiente llegamos al puerto de Sidón, donde Julio trató a Pablo con mucha consideración, pues lo dejó visitar a sus amigos y ser atendido por ellos. Saliendo de Sidón, navegamos protegidos del viento por la isla de Chipre, porque teníamos el viento en contra. Bordeamos la costa de Cilicia y Panfilia, y llegamos a Mira, una ciudad de Licia. El capitán de los soldados encontró allí un barco de Alejandría que iba a Italia, y nos hizo embarcar para seguir el viaje. Durante varios días viajamos despacio, y con mucho trabajo llegamos frente a Cnido. Como todavía teníamos el viento en contra, pasamos frente a Salmona dando la vuelta a la isla de Creta; y navegando con dificultad a lo largo de la costa, llegamos a un lugar llamado Buenos Puertos, cerca del pueblo de Lasea. Se había perdido mucho tiempo, y ya era peligroso viajar por mar porque se acercaba el invierno. Por eso, Pablo les aconsejó: —Señores, veo que este viaje va a ser muy peligroso, y que vamos a perder tanto el barco como su carga, y que hasta podemos perder la vida. Pero el capitán de los soldados hizo más caso al dueño del barco y al capitán del mismo que a Pablo. Y como aquel puerto no era bueno para pasar el invierno, casi todos pensaron que sería mejor salir de allí e intentar llegar a Fenice, un puerto de Creta que mira al sudoeste y al noroeste, y pasar allí el invierno. Pensando que podrían seguir el viaje porque comenzaba a soplar un viento suave del sur, salieron y navegaron junto a la costa de Creta. Pero poco después un viento huracanado del nordeste azotó el barco, y comenzó a arrastrarlo. Como no podíamos mantener el barco de cara al viento, tuvimos que dejarnos llevar por él. Pasamos por detrás de una pequeña isla llamada Cauda, donde el viento no soplaba tan fuerte, y con mucho trabajo pudimos recoger el bote salvavidas. Después de subirlo a bordo, usaron sogas para reforzar el barco. Luego, como tenían miedo de encallar en los bancos de arena llamados la Sirte, echaron el ancla flotante y se dejaron llevar por el viento. Al día siguiente, la tempestad era todavía fuerte, así que comenzaron a arrojar al mar la carga del barco; y al tercer día, con sus propias manos, arrojaron también los aparejos del barco. Por muchos días no se dejaron ver ni el sol ni las estrellas, y con la gran tempestad que nos azotaba habíamos perdido ya toda esperanza de salvarnos. Como habíamos pasado mucho tiempo sin comer, Pablo se levantó en medio de todos y dijo: —Señores, hubiera sido mejor hacerme caso y no salir de Creta; así habríamos evitado estos daños y perjuicios. Ahora, sin embargo, no se desanimen, porque ninguno de ustedes morirá, aunque el barco sí va a perderse. Pues anoche se me apareció un ángel, enviado por el Dios a quien pertenezco y sirvo, y me dijo: “No tengas miedo, Pablo, porque tienes que presentarte ante el emperador romano, y por tu causa Dios va a librar de la muerte a todos los que están contigo en el barco.” Por tanto, señores, anímense, porque tengo confianza en Dios y estoy seguro de que las cosas sucederán como el ángel me dijo. Pero vamos a encallar en una isla. Una noche, cuando al cabo de dos semanas de viaje nos encontrábamos en el mar Adriático llevados de un lado a otro por el viento, a eso de la medianoche los marineros se dieron cuenta de que estábamos llegando a tierra. Midieron la profundidad del agua, y era de treinta y seis metros; un poco más adelante la midieron otra vez, y era de veintisiete metros. Por miedo de chocar contra las rocas, echaron cuatro anclas por la parte de atrás del barco, mientras pedían a Dios que amaneciera. Pero los marineros pensaron en escapar del barco, así que comenzaron a bajar el bote salvavidas, haciendo como que iban a echar las anclas de la parte delantera del barco. Pero Pablo avisó al capitán y a sus soldados, diciendo: —Si estos no se quedan en el barco, ustedes no podrán salvarse. Entonces los soldados cortaron las amarras del bote salvavidas y lo dejaron caer al agua. De madrugada, Pablo les recomendó a todos que comieran algo. Les dijo: —Ya hace dos semanas que, por esperar a ver qué pasa, ustedes no han comido nada. Les ruego que coman algo. Esto es necesario, si quieren sobrevivir, pues nadie va a perder ni un cabello de la cabeza. Al decir esto, Pablo tomó en sus manos un pan y dio gracias a Dios delante de todos. Lo partió y comenzó a comer. Luego todos se animaron y comieron también. Éramos en el barco doscientas setenta y seis personas en total. Después de haber comido lo que quisieron, echaron el trigo al mar para aligerar el barco. Cuando amaneció, los marineros no reconocieron la tierra, pero vieron una bahía que tenía playa; y decidieron tratar de arrimar el barco hacia allá. Cortaron las amarras de las anclas, abandonándolas en el mar, y aflojaron los remos que servían para guiar el barco. Luego alzaron al viento la vela delantera, y el barco comenzó a acercarse a la playa. Pero fue a dar en un banco de arena, donde el barco encalló. La parte delantera quedó atascada en la arena, sin poder moverse, mientras la parte de atrás comenzó a hacerse pedazos por la fuerza de las olas. Los soldados quisieron matar a los presos, para no dejarlos escapar nadando. Pero el capitán de los soldados, que quería salvar a Pablo, no dejó que lo hicieran, sino que ordenó que quienes supieran nadar se echaran al agua primero para llegar a tierra, y que los demás siguieran sobre tablas o en pedazos del barco. Así llegamos todos salvos a tierra.

Hechos 27:1-44 La Biblia de las Américas (LBLA)

Cuando se decidió que deberíamos embarcarnos para Italia, fueron entregados Pablo y algunos otros presos a un centurión de la compañía Augusta, llamado Julio. Y embarcándonos en una nave adramitena que estaba para zarpar hacia las regiones de la costa de Asia, nos hicimos a la mar acompañados por Aristarco, un macedonio de Tesalónica. Al día siguiente llegamos a Sidón. Julio trató a Pablo con benevolencia, permitiéndole ir a sus amigos y ser atendido por ellos. De allí partimos y navegamos al abrigo de la isla de Chipre, porque los vientos eran contrarios. Y después de navegar atravesando el mar frente a las costas de Cilicia y de Panfilia, llegamos a Mira de Licia. Allí el centurión halló una nave alejandrina que iba para Italia, y nos embarcó en ella. Y después de navegar lentamente por muchos días, y de llegar con dificultad frente a Gnido, pues el viento no nos permitió avanzar más, navegamos al abrigo de Creta, frente a Salmón; y costeándola con dificultad, llegamos a un lugar llamado Buenos Puertos, cerca del cual estaba la ciudad de Lasea. Cuando ya había pasado mucho tiempo y la navegación se había vuelto peligrosa, pues hasta el Ayuno había pasado ya, Pablo los amonestaba, diciéndoles: Amigos, veo que de seguro este viaje va a ser con perjuicio y graves pérdidas, no solo del cargamento y de la nave, sino también de nuestras vidas. Pero el centurión se persuadió más por lo dicho por el piloto y el capitán del barco, que por lo que Pablo decía. Y como el puerto no era adecuado para invernar, la mayoría tomó la decisión de hacerse a la mar desde allí, por si les era posible arribar a Fenice, un puerto de Creta que mira hacia el nordeste y el sudeste, y pasar el invierno allí. Cuando comenzó a soplar un moderado viento del sur, creyendo que habían logrado su propósito, levaron anclas y navegaban costeando a Creta. Pero no mucho después, desde tierra comenzó a soplar un viento huracanado que se llama Euroclidón, y siendo azotada la nave, y no pudiendo hacer frente al viento nos abandonamos a él y nos dejamos llevar a la deriva. Navegando al abrigo de una pequeña isla llamada Clauda, con mucha dificultad pudimos sujetar el esquife. Después que lo alzaron, usaron amarras para ceñir la nave; y temiendo encallar en los bancos de Sirte, echaron el ancla flotante y se abandonaron a la deriva. Al día siguiente, mientras éramos sacudidos furiosamente por la tormenta, comenzaron a arrojar la carga; y al tercer día, con sus propias manos arrojaron al mar los aparejos de la nave. Como ni el sol ni las estrellas aparecieron por muchos días, y una tempestad no pequeña se abatía sobre nosotros, desde entonces fuimos abandonando toda esperanza de salvarnos. Cuando habían pasado muchos días sin comer, Pablo se puso en pie en medio de ellos y dijo: Amigos, debierais haberme hecho caso y no haber zarpado de Creta, evitando así este perjuicio y pérdida. Pero ahora os exhorto a tener buen ánimo, porque no habrá pérdida de vida entre vosotros, sino solo del barco. Porque esta noche estuvo en mi presencia un ángel del Dios de quien soy y a quien sirvo, diciendo: «No temas, Pablo; has de comparecer ante el César; y he aquí, Dios te ha concedido todos los que navegan contigo». Por tanto, tened buen ánimo amigos, porque yo confío en Dios, que acontecerá exactamente como se me dijo. Pero tenemos que encallar en cierta isla. Y llegada la decimocuarta noche, mientras éramos llevados a la deriva en el mar Adriático, a eso de la medianoche los marineros presentían que se estaban acercando a tierra. Echaron la sonda y hallaron que había veinte brazas; pasando un poco más adelante volvieron a echar la sonda y hallaron quince brazas de profundidad. Y temiendo que en algún lugar fuéramos a dar contra los escollos, echaron cuatro anclas por la popa y ansiaban que amaneciera. Como los marineros trataban de escapar de la nave y habían bajado el esquife al mar, bajo pretexto de que se proponían echar las anclas desde la proa, Pablo dijo al centurión y a los soldados: Si estos no permanecen en la nave, vosotros no podréis salvaros. Entonces los soldados cortaron las amarras del esquife y dejaron que se perdiera. Y hasta que estaba a punto de amanecer, Pablo exhortaba a todos a que tomaran alimento, diciendo: Hace ya catorce días que, velando continuamente, estáis en ayunas, sin tomar ningún alimento. Por eso os aconsejo que toméis alimento, porque esto es necesario para vuestra supervivencia; pues ni un solo cabello de la cabeza de ninguno de vosotros perecerá. Habiendo dicho esto, tomó pan y dio gracias a Dios en presencia de todos; y partiéndolo, comenzó a comer. Entonces todos, teniendo ya buen ánimo, tomaron también alimento. En total éramos en la nave doscientas setenta y seis personas. Una vez saciados, aligeraron la nave arrojando el trigo al mar. Cuando se hizo de día, no reconocían la tierra, pero podían distinguir una bahía que tenía playa, y decidieron lanzar la nave hacia ella, si les era posible. Y cortando las anclas, las dejaron en el mar, aflojando al mismo tiempo las amarras de los timones; e izando la vela de proa al viento, se dirigieron hacia la playa. Pero chocando contra un escollo donde se encuentran dos corrientes, encallaron la nave; la proa se clavó y quedó inmóvil, pero la popa se rompía por la fuerza de las olas. Y el plan de los soldados era matar a los presos, para que ninguno de ellos escapara a nado; pero el centurión, queriendo salvar a Pablo, impidió su propósito, y ordenó que los que pudieran nadar se arrojaran primero por la borda y llegaran a tierra, y que los demás siguieran, algunos en tablones, y otros en diferentes objetos de la nave. Y así sucedió que todos llegaron salvos a tierra.

Hechos 27:1-44 Nueva Traducción Viviente (NTV)

Cuando llegó el tiempo, zarpamos hacia Italia. A Pablo y a varios prisioneros más los pusieron bajo la custodia de un oficial romano llamado Julio, un capitán del regimiento imperial. También nos acompañó Aristarco, un macedonio de Tesalónica. Salimos en un barco matriculado en el puerto de Adramitio, situado en la costa noroccidental de la provincia de Asia. El barco tenía previsto hacer varias paradas en distintos puertos a lo largo de la costa de la provincia. Al día siguiente, cuando atracamos en Sidón, Julio fue muy amable con Pablo y le permitió desembarcar para visitar a sus amigos, a fin de que ellos pudieran proveer a sus necesidades. Desde allí nos hicimos a la mar y nos topamos con fuertes vientos de frente que hacían difícil mantener el barco en curso, así que navegamos hacia el norte de Chipre, entre la isla y el continente. Navegando en mar abierto, pasamos por la costa de Cilicia y Panfilia, y desembarcamos en Mira, en la provincia de Licia. Allí, el oficial al mando encontró un barco egipcio, de Alejandría, con destino a Italia, y nos hizo subir a bordo. Tuvimos que navegar despacio por varios días y, después de serias dificultades, por fin nos acercamos a Gnido; pero teníamos viento en contra, así que cruzamos a la isla de Creta, navegando al resguardo de la costa de la isla con menos viento, frente al cabo de Salmón. Seguimos por la costa con mucha dificultad y finalmente llegamos a Buenos Puertos, cerca de la ciudad de Lasea. Habíamos perdido bastante tiempo. El clima se ponía cada vez más peligroso para viajar por mar, porque el otoño estaba muy avanzado, y Pablo comentó eso con los oficiales del barco. Les dijo: «Señores, creo que tendremos problemas más adelante si seguimos avanzando: naufragio, pérdida de la carga y también riesgo para nuestras vidas»; pero el oficial a cargo de los prisioneros les hizo más caso al capitán y al dueño del barco que a Pablo. Ya que Buenos Puertos era un puerto desprotegido —un mal lugar para pasar el invierno—, la mayoría de la tripulación quería seguir hasta Fenice, que se encuentra más adelante en la costa de Creta, y pasar el invierno allí. Fenice era un buen puerto, con orientación solo al suroccidente y al noroccidente. Cuando un viento suave comenzó a soplar desde el sur, los marineros pensaron que podrían llegar a salvo. Entonces levaron anclas y navegaron cerca de la costa de Creta; pero el clima cambió abruptamente, y un viento huracanado (llamado «Nororiente») sopló sobre la isla y nos empujó a mar abierto. Los marineros no pudieron girar el barco para hacerle frente al viento, así que se dieron por vencidos y se dejaron llevar por la tormenta. Navegamos al resguardo del lado con menos viento de una pequeña isla llamada Cauda, donde con gran dificultad subimos a bordo el bote salvavidas que era remolcado por el barco. Después los marineros ataron cuerdas alrededor del casco del barco para reforzarlo. Tenían miedo de que el barco fuera llevado a los bancos de arena de Sirte, frente a la costa africana, así que bajaron el ancla flotante para disminuir la velocidad del barco y se dejaron llevar por el viento. El próximo día, como la fuerza del vendaval seguía azotando el barco, la tripulación comenzó a echar la carga por la borda. Luego, al día siguiente, hasta arrojaron al agua parte del equipo del barco. La gran tempestad rugió durante muchos días, ocultó el sol y las estrellas, hasta que al final se perdió toda esperanza. Nadie había comido en mucho tiempo. Finalmente, Pablo reunió a la tripulación y le dijo: «Señores, ustedes debieran haberme escuchado al principio y no haber salido de Creta. Así se hubieran evitado todos estos daños y pérdidas. ¡Pero anímense! Ninguno de ustedes perderá la vida, aunque el barco se hundirá. Pues anoche un ángel del Dios a quien pertenezco y a quien sirvo estuvo a mi lado y dijo: “¡Pablo, no temas, porque ciertamente serás juzgado ante el César! Además, Dios, en su bondad, ha concedido protección a todos los que navegan contigo”. Así que, ¡anímense! Pues yo le creo a Dios. Sucederá tal como él lo dijo, pero seremos náufragos en una isla». Como a la medianoche de la decimocuarta noche de la tormenta, mientras los vientos nos empujaban por el mar Adriático, los marineros presintieron que había tierra cerca. Arrojaron una cuerda con una pesa y descubrieron que el agua tenía treinta y siete metros de profundidad. Un poco después, volvieron a medir y vieron que solo había veintisiete metros de profundidad. A la velocidad que íbamos, ellos tenían miedo de que pronto fuéramos arrojados contra las rocas que estaban a lo largo de la costa; así que echaron cuatro anclas desde la parte trasera del barco y rezaron que amaneciera. Luego los marineros trataron de abandonar el barco; bajaron el bote salvavidas como si estuvieran echando anclas desde la parte delantera del barco. Así que Pablo les dijo al oficial al mando y a los soldados: «Todos ustedes morirán a menos que los marineros se queden a bordo». Entonces los soldados cortaron las cuerdas del bote salvavidas y lo dejaron a la deriva. Cuando empezó a amanecer, Pablo animó a todos a que comieran. «Ustedes han estado tan preocupados que no han comido nada en dos semanas —les dijo—. Por favor, por su propio bien, coman algo ahora. Pues no perderán ni un solo cabello de la cabeza». Así que tomó un poco de pan, dio gracias a Dios delante de todos, partió un pedazo y se lo comió. Entonces todos se animaron y empezaron a comer, los doscientos setenta y seis que estábamos a bordo. Después de comer, la tripulación redujo aún más el peso del barco echando al mar la carga de trigo. Cuando amaneció, no reconocieron la costa, pero vieron una bahía con una playa y se preguntaban si podrían llegar a la costa haciendo encallar el barco. Entonces cortaron las anclas y las dejaron en el mar. Luego soltaron los timones, izaron las velas de proa y se dirigieron a la costa; pero chocaron contra un banco de arena y el barco encalló demasiado rápido. La proa del barco se clavó en la arena, mientras que la popa fue golpeada repetidas veces por la fuerza de las olas y comenzó a hacerse pedazos. Los soldados querían matar a los prisioneros para asegurarse de que no nadaran hasta la costa y escaparan; pero el oficial al mando quería salvar a Pablo, así que no los dejó llevar a cabo su plan. Luego les ordenó a todos los que sabían nadar que saltaran por la borda primero y se dirigieran a tierra firme. Los demás se sujetaron a tablas o a restos del barco destruido. Así que todos escaparon a salvo hasta la costa.