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Jeremías JEREMÍAS

JEREMÍAS
INTRODUCCIÓN
El profeta y su medio
Hacia mediados del s. VII a.C., probablemente entre los años 650 y 645, nació en el seno de una familia sacerdotal de Anatot, pequeño lugar cercano a Jerusalén, el niño que más tarde sería conocido como el profeta Jeremías (1.1). Siendo todavía muy joven (1.6), el Señor lo llamó a su servicio; corría por entonces el año 626, decimotercero del reinado de Josías (1.2), poco más de un siglo después de la época en que había vivido y ejercido su ministerio el profeta Isaías (véase Is. 1.1).
En aquel tiempo, el poderío asirio estaba llegando a su fin. El imperio neobabilónico había terminado por imponerse a los restos de la grandeza de Asiria, la nación que, especialmente entre los s. X y VII a.C., había logrado ampliar sus límites invadiendo enormes espacios de Mesopotamia, Siria y Asia Menor. La decadencia asiria fue muy rápida. El mismo s. VII, testigo de las mayores glorias de aquel gran imperio, lo fue también de la pérdida de su hegemonía y del final de su historia como estado independiente. En su lugar, entre el 610 y el 605 a.C., se levantó Babilonia, poderosa y renovada.
La desaparición del invasor asirio representó un corto período de libertad para los pueblos que le habían estado sometidos, los cuales fueron cayendo después, paulatinamente, bajo el dominio de los babilonios. Pero entre uno y otro momento, aprovechando algunas circunstancias favorables, el rey Josías, de Judá, comenzó a desarrollar una política de nación independiente y a promover la reforma religiosa que dio a su reinado un relieve especial (2 R 22.1—23.27; 2 Cr. 34.1—35.19). Fue un brillante proceso de restauración que quedó truncado en el 609 a.C., cuando Josías, a los 39 años de edad, cayó herido de muerte en Meguido, en la batalla librada contra el ejército del faraón Necao (2 R. 23.24-30; 2 Cr. 35.20-27). Los monarcas sucesores de Josías, ineptos ellos mismos y faltos de prudencia sus consejeros, no supieron evitar la desintegración política y moral del reino de Judá, cuya degradación culminó en la destrucción de Jerusalén (586 a.C.) y la masiva deportación a Babilonia de sus habitantes.
Jeremías inició su ministerio en tiempos de Josías, y continuó desarrollando su actividad profética bajo los reinados de los últimos reyes de Judá: Joacaz (también llamado Salum), Joacim (o Eliaquim), Joaquín (o Jeconías) y Sedequías (o Matanías). Los tiempos eran difíciles para el pueblo, cuyos dirigentes mantenían posiciones políticas enfrentadas: unos eran partidarios de someterse con serenidad y como mal menor al gobierno de Babilonia, en tanto que los otros abogaban por aliarse con Egipto en contra de ella. Jeremías, que se vio obligado a tomar posición en el conflicto, trató de convencer a Sedequías de que una alianza con los egipcios acabaría en desastre (27.6-8). Pero los esfuerzos del profeta, además de acarrearle no pocos sufrimientos (38.1-13), fueron totalmente inútiles, pues el rey, inclinándose a favor del consejo opuesto, decidió solicitar el apoyo del faraón Necao. El resultado fue catastrófico para Judá, porque las fuerzas egipcias se hallaban en franca inferioridad respecto de las babilónicas, como ya se había visto en el 605 a.C., en la batalla de Carquemis, junto al Éufrates, «el año cuarto de Joacim hijo de Josías, rey de Judá». Ese triunfo de Nabucodonosor había significado la consolidación de la supremacía de Babilonia (cf. 46.2) y su dominio sobre los países invadidos.
El libro y su mensaje
El libro de Jeremías (Jer) es una de las colecciones más extensas de escritos proféticos. Puede dividirse en tres secciones: la primera comprende del cap. 1 al 25; la segunda, del 26 al 45, y la tercera, del 46 al 51. Cierra el libro el cap. 52, que es como un epítome del relato de la caída de Jerusalén.
La primera sección, poética en su mayor parte, corresponde a los dos primeros decenios del ministerio de Jeremías, quien dirige su predicación especialmente a Judá y a la ciudad de Jerusalén, a fin de que sus habitantes tomen conciencia de sus propios pecados. Propone al pueblo el ejemplo de la maldad de Israel (caps. 2.1—4.2), lo exhorta a cambiar de conducta (4.3-4) e insiste en denunciar la mentira, la violencia, la injusticia y la terquedad de corazón de la gente de Judá, males cuya raíz se halla en la infidelidad al Señor, en haberlo abandonado para ir en pos de dioses ajenos (2.13,19,27; 3.1; 7.24; 9.3; 11.9-13; 13.10; 16.11-12). La infidelidad al pacto de Dios había de implicar, como inevitable consecuencia, el juicio condenatorio contra Judá; y así, el profeta anuncia sin ambages la inminencia del desastre, y hasta se atreve a predecir abiertamente la destrucción del templo de Jerusalén (7.14).
Sobre todo después de la muerte de Josías, las acusaciones y advertencias de Jeremías eran de día en día peor recibidas. Sus paisanos las rechazaban con creciente obstinación, y con ellas rechazaban también la presencia del profeta (cf. 11.18-19). El porqué de aquella terquedad lo afectaba dolorosamente, de modo que al cabo llegó a conclusiones llenas de pesimismo: «este pueblo tiene corazón falso y rebelde» (5.23); «el pecado de Judá escrito está con cincel de hierro y con punta de diamante» (17.1); la cigüeña, la tórtola, la grulla y la golondrina conocen el curso del tiempo, «pero mi pueblo no conoce el juicio de Jehová» (8.7), y así como el leopardo no puede cambiar por otras las manchas de su piel, tampoco las gentes de Judá podrán cambiar en bueno su habitual mal obrar (13.23).
La expresión más conmovedora de estas dolorosas experiencias se halla en las llamadas «Confesiones de Jeremías», contenidas en esta sección: 11.18—12.6; 15.10-21; 17.14-18; 18.18-23; 20.7-18. La lectura de estos pasajes, semejantes de alguna manera a los salmos de lamentación (p.e., 22, 32, 39, 143), permite descubrir la sinceridad y la hondura del diálogo que en sus momentos de crisis mantuvo el profeta con el Señor. Jeremías demuestra su decepción y amargura por los graves padecimientos que se le habían derivado del cumplimiento de su misión profética; pero las respuestas que recibe del Señor son desconcertantes: unas veces consisten en nuevas preguntas, y otras, en hacerle entender que las pruebas no han terminado y que aún serán más duras las que le quedan por atravesar. De este modo, el Señor, gradualmente, revela a Jeremías que sufrir por fidelidad a la palabra de Dios es un elemento inseparable del ministerio profético.
En la segunda sección predomina el género narrativo; por lo tanto, casi toda ella está redactada en prosa. El autor centra su atención en el relato de ciertos incidentes de su propia vida, entre los cuales introduce algunos resúmenes de sus mensajes proféticos. Estos capítulos (26—45) describen los dramáticos ataques de que Jeremías fue hecho objeto, y el valor con que los soportó sin claudicar en su misión. También esta sección contiene datos que permiten reconstruir el proceso de redacción del texto de Jeremías (36.1-4,27-32); además, en ella se hace referencia a Baruc hijo de Nerías, compañero del profeta y quien a su dictado escribió «en un rollo en blanco... todas las palabras que Jehová le había hablado» (36.4).
Pero Jeremías no solamente había sido enviado para arrancar, destruir, arruinar y derribar, sino también «para edificar y para plantar» (1.10). Por eso, la serie de relatos de carácter histórico se interrumpe en los capítulos 30 a 33, para dar lugar a diversas promesas de esperanza y salvación. Son consoladores discursos emplazados junto a los relatos de la caída de Jerusalén y la descripción de los padecimientos de Jeremías, que ponen de relieve la necesidad de que el pueblo, aun en medio de las más desdichadas circunstancias, mantenga firme su confianza en el Señor y en su misericordia.
Entre tales promesas de salvación destaca con luz propia el anuncio de que Dios va a restablecer con Israel la relación que el pueblo había perdido a causa de sus infidelidades. Aquel antiguo pacto va a ser sustituido por otro, por un pacto nuevo no grabado en tablas de piedra: «Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo» (31.33). El anuncio de este nuevo pacto encuentra un eco preciso en las palabras que Jesús pronunció la noche de «la última cena» (Mt. 26.27-29; Mr. 14.23-25; Lc. 22.20) y también en la epístola a los Hebreos (8.7-13).
La tercera parte del libro de Jeremías (caps. 46—51) está formada por un conjunto de mensajes contra las naciones paganas del entorno palestino, mencionadas esencialmente en el mismo orden, de Egipto a Babilonia, en que a manera de introducción aparecen en 25.15-38. Sin embargo, también incluyen anuncios de salvación para algunas de esas naciones (cf. 46.26; 48.47; 49.6,39). Cierto es que la actividad del profeta tenía a Judá y Jerusalén como primer objetivo de su compromiso, pero en su predicación no podía olvidar la realidad de los pueblos vecinos y el importante significado de su presencia en el transcurso de la historia de Israel (27.1-3). Además, los mensajes que Jeremías les dirige son testimonio de la profunda convicción que lo anima y con que declara que Jehová no es solo el Dios de Israel, sino de todo lo creado; no solo es el Señor de una historia particular, como la del pueblo elegido, sino que él rige la historia de todas las naciones y de todo lo que es y existe.
El cap. 52, último del libro, es una especie de apéndice histórico que reproduce con algunas variantes el relato de 2 R. 24.18—25.30 sobre la caída de Jerusalén. Esta narración, así introducida, demuestra la autenticidad del ministerio de Jeremías, confirmado por el Señor mediante los hechos que dieron pleno cumplimiento a la palabra del profeta (cf. Dt. 18.21-22).
Esquema del contenido:
1. Mensajes contra Judá y Jerusalén (1.1—25.38)
2. Relatos autobiográficos y anuncios de salvación (26.1—45.5)
3. Mensajes contra las naciones paganas (46.1—51.64)
4. Apéndice: Caída de Jerusalén (52.1-34)

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