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1 Reyes 3:5-28

1 Reyes 3:5-28 NVI

y allí mismo se le apareció el SEÑOR en un sueño, y le dijo: ―Pídeme lo que quieras. Salomón respondió: ―Tú trataste con mucho amor a tu siervo David, mi padre, pues se condujo delante de ti con lealtad y justicia, y con un corazón recto. Y, como hoy se puede ver, has reafirmado tu gran amor al concederle que un hijo suyo le suceda en el trono. »Ahora, SEÑOR mi Dios, me has hecho rey en lugar de mi padre David. No soy más que un muchacho, y apenas sé cómo comportarme. Sin embargo, aquí me tienes, un siervo tuyo en medio del pueblo que has escogido, un pueblo tan numeroso que es imposible contarlo. Yo te ruego que le des a tu siervo discernimiento para gobernar a tu pueblo y para distinguir entre el bien y el mal. De lo contrario, ¿quién podrá gobernar a este gran pueblo tuyo?» Al Señor le agradó que Salomón hubiera hecho esa petición, de modo que le dijo: ―Como has pedido esto, y no larga vida ni riquezas para ti, ni has pedido la muerte de tus enemigos, sino discernimiento para administrar justicia, voy a concederte lo que has pedido. Te daré un corazón sabio y prudente, como nadie antes de ti lo ha tenido ni lo tendrá después. Además, aunque no me lo has pedido, te daré tantas riquezas y esplendor que en toda tu vida ningún rey podrá compararse contigo. Si andas por mis sendas y obedeces mis decretos y mandamientos, como hizo tu padre David, te daré una larga vida. Cuando Salomón se despertó y se dio cuenta del sueño que había tenido, regresó a Jerusalén. Se presentó ante el arca del pacto del Señor y ofreció holocaustos y sacrificios de comunión. Luego ofreció un banquete para toda su corte. Tiempo después, dos prostitutas fueron a presentarse ante el rey. Una de ellas le dijo: ―¡Oh señor mío! Esta mujer y yo vivimos en la misma casa. Mientras ella estaba allí conmigo, yo di a luz, y a los tres días también ella dio a luz. No había en la casa nadie más que nosotras dos. Pues bien, una noche esta mujer se acostó encima de su hijo, y el niño murió. Pero ella se levantó a medianoche, mientras yo dormía y, tomando a mi hijo, lo acostó junto a ella y puso a su hijo muerto a mi lado. Cuando amaneció, me levanté para amamantar a mi hijo, ¡y me di cuenta de que estaba muerto! Pero, al clarear el día, lo observé bien y pude ver que no era el hijo que yo había dado a luz. ―¡No es cierto! —exclamó la otra mujer—. ¡El niño que está vivo es el mío, y el muerto es el tuyo! ―¡Mientes! —insistió la primera—. El niño muerto es el tuyo, y el que está vivo es el mío. Y se pusieron a discutir delante del rey. El rey deliberó: «Una dice: “El niño que está vivo es el mío, y el muerto es el tuyo”. Y la otra dice: “¡No es cierto! El niño muerto es el tuyo, y el que está vivo es el mío”». Entonces ordenó: ―Traedme una espada. Cuando se la trajeron, dijo: ―Partid en dos al niño que está vivo, y dadle una mitad a esta y la otra mitad a aquella. La verdadera madre, angustiada por su hijo, le dijo al rey: ―¡Por favor, señor mío! ¡Dale a ella el niño que está vivo, pero no lo mates! En cambio, la otra exclamó: ―¡Ni para mí ni para ti! ¡Que lo partan! Entonces el rey ordenó: ―No lo matéis. Entregadle a la primera el niño que está vivo, pues ella es la madre. Cuando todos los israelitas se enteraron de la sentencia que el rey había pronunciado, sintieron un gran respeto por él, pues vieron que tenía sabiduría de Dios para administrar justicia.