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Juan 10:1-39

Juan 10:1-39 NVI

»Ciertamente os aseguro que el que no entra por la puerta al redil de las ovejas, sino que trepa y se mete por otro lado, es un ladrón y un bandido. El que entra por la puerta es el pastor de las ovejas. El portero le abre la puerta, y las ovejas oyen su voz. Llama por nombre a las ovejas y las saca del redil. Cuando ya ha sacado a todas las que son suyas, va delante de ellas, y las ovejas lo siguen porque reconocen su voz. Pero a un desconocido jamás lo siguen; más bien, huyen de él porque no reconocen voces extrañas». Jesús les puso este ejemplo, pero ellos no captaron el sentido de sus palabras. Por eso volvió a decirles: «Ciertamente os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que vinieron antes de mí eran unos ladrones y unos bandidos, pero las ovejas no les hicieron caso. Yo soy la puerta; el que entre por esta puerta, que soy yo, será salvo. Se moverá con entera libertad, y hallará pastos. El ladrón no viene más que a robar, matar y destruir; yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia. »Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. El asalariado no es el pastor, y a él no le pertenecen las ovejas. Cuando ve que el lobo se acerca, abandona las ovejas y huye; entonces el lobo ataca al rebaño y lo dispersa. Y ese hombre huye porque, siendo asalariado, no le importan las ovejas. »Yo soy el buen pastor; conozco a mis ovejas, y ellas me conocen a mí, así como el Padre me conoce a mí y yo lo conozco a él, y doy mi vida por las ovejas. Tengo otras ovejas que no son de este redil, y también a ellas debo traer. Así ellas escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor. Por eso me ama el Padre: porque entrego mi vida para volver a recibirla. Nadie me la arrebata, sino que yo la entrego por mi propia voluntad. Tengo autoridad para entregarla y tengo también autoridad para volver a recibirla. Este es el mandamiento que recibí de mi Padre». De nuevo las palabras de Jesús fueron motivo de disensión entre los judíos. Muchos de ellos decían: «Está endemoniado y loco de remate. ¿Para qué hacerle caso?» Pero otros opinaban: «Estas palabras no son de un endemoniado. ¿Puede acaso un demonio abrir los ojos a los ciegos?» Por aquel entonces se celebraba en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno, y Jesús andaba en el templo, por el pórtico de Salomón. Entonces lo rodearon los judíos y le preguntaron: ―¿Hasta cuándo vas a tenernos en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo con franqueza. ―Ya os lo he dicho, y no lo creéis. Las obras que hago en nombre de mi Padre son las que me acreditan, pero vosotros no creéis porque no sois de mi rebaño. Mis ovejas oyen mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna, y nunca perecerán, ni nadie podrá arrebatármelas de la mano. Mi Padre, que me las ha dado, es más grande que todos; y de la mano del Padre nadie las puede arrebatar. El Padre y yo somos uno. Una vez más, los judíos tomaron piedras para arrojárselas, pero Jesús les dijo: ―Os he mostrado muchas obras irreprochables que proceden del Padre. ¿Por cuál de ellas me queréis apedrear? ―No te apedreamos por ninguna de ellas, sino por blasfemia; porque tú, siendo hombre, te haces pasar por Dios. ―¿Y acaso —respondió Jesús— no está escrito en vuestra ley: “Yo he dicho que sois dioses”? Si Dios llamó “dioses” a aquellos a quienes vino la palabra (y la Escritura no puede ser quebrantada), ¿por qué acusáis de blasfemia a quien el Padre apartó para sí y envió al mundo? ¿Tan solo porque dijo: “Yo soy el Hijo de Dios”? Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis. Pero, si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a mis obras, para que sepáis y entendáis que el Padre está en mí, y que yo estoy en el Padre. Nuevamente intentaron arrestarlo, pero él se les escapó de las manos.

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