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HECHOS 7:1-60

HECHOS 7:1-60 BLP

El sumo sacerdote preguntó a Esteban: —¿Es eso cierto? Esteban respondió: —Hermanos israelitas y dirigentes de nuestra nación, escuchadme: Dios se apareció en el esplendor de su gloria a Abrahán, nuestro padre, cuando aún se hallaba en Mesopotamia, antes de establecerse en Jarán, y le dijo: Deja tu tierra y a tu familia y dirígete al país que yo te señale. Salió Abrahán de Caldea y se instaló en Jarán. Desde allí, cuando murió su padre, Dios lo trasladó a este país en el cual habitáis ahora. Sin embargo, no le entregó ni siquiera un palmo de tierra en herencia, pero sí prometió entregársela en propiedad a él y a sus descendientes, aun cuando Abrahán todavía no tenía hijos. Al mismo tiempo, Dios le manifestó que sus descendientes residirían en el extranjero, donde por espacio de cuatrocientos años se verían reducidos a la esclavitud y maltratados. Aunque también le dijo Dios: Someteré a juicio a la nación que los esclavice, y después saldrán de ella y me rendirán culto en este lugar. A continuación hizo con él un pacto que fue sellado por la circuncisión. Por eso Abrahán circuncidó a su hijo Isaac una semana después de nacer; lo mismo hizo Isaac con Jacob, y este con sus doce hijos, los patriarcas. Posteriormente, los hijos de Jacob tuvieron envidia de José y lo vendieron como esclavo con destino a Egipto. Pero José gozaba de la protección de Dios y salió con bien de todas las circunstancias adversas. Más aún, Dios le concedió sabiduría e hizo que se granjeara la simpatía del faraón, rey de Egipto, quien lo nombró gobernador de Egipto y jefe de toda la casa real. Más tarde, el hambre acosó a Egipto y a todo el país cananeo, y la situación llegó a ser tan grave, que nuestros antepasados carecieron del sustento necesario. Al tener noticia Jacob de que en Egipto había reservas de trigo, envió allá una primera vez a nuestros antepasados. Cuando fueron por segunda vez, José se dio a conocer a sus hermanos, y el faraón conoció la ascendencia de José. Entonces, José envió a buscar a Jacob, su padre, y a toda su familia, que se componía de setenta y cinco personas. Así fue como Jacob se trasladó a Egipto, donde él y nuestros antepasados murieron. Con el tiempo, llevaron sus restos a Siquén y les dieron sepultura en la tumba que Abrahán había comprado allí a los hijos de Emmor pagando el precio correspondiente. Entre tanto, según se aproximaba el tiempo en que Dios cumpliría la promesa que había hecho a Abrahán, el pueblo iba creciendo y multiplicándose en Egipto. Pero subió al trono de Egipto un nuevo rey que no había conocido a José; un rey que actuó pérfidamente contra nuestra raza y fue cruel con nuestros antepasados, obligándolos a dejar abandonados a sus niños recién nacidos para que no sobrevivieran. En esa época nació Moisés, que era un niño muy hermoso. Durante tres meses fue criado en su casa paterna; luego tuvieron que dejarlo abandonado, pero la hija del faraón lo adoptó y lo crio como si fuera su propio hijo. Así que Moisés recibió una sólida instrucción en todas las disciplinas de la ciencia egipcia, y se hizo respetar tanto por sus palabras como por sus obras. Al cumplir los cuarenta años, decidió Moisés ponerse en contacto con los israelitas, sus hermanos de raza. Al ver entonces que un egipcio maltrataba a uno de ellos, se apresuró a defenderlo y, para vengar al oprimido, mató al egipcio. Se imaginaba que sus hermanos comprenderían que Dios iba a libertarlos valiéndose de él, pero ellos no lo entendieron así. Al día siguiente, quiso intervenir en una reyerta entre israelitas, para apaciguar a los contendientes. Pero al decirles: «¿Cómo estáis peleándoos, si sois hermanos?», el agresor le replicó diciendo: «¿Quién te ha nombrado jefe y juez nuestro? ¿Es que quieres matarme también a mí, como hiciste ayer con el egipcio?». Estas palabras hicieron que Moisés huyera y viviera exiliado en Madián, donde llegó a ser padre de dos hijos. Pasaron cuarenta años y, estando Moisés en el desierto del monte Sinaí, se le apareció un ángel en medio de las llamas de una zarza que estaba ardiendo. Moisés se sorprendió al contemplar tal aparición y, al acercarse para observar más de cerca, oyó al Señor, que decía: Yo soy el Dios de tus antepasados, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob. Temblando de miedo, Moisés ni siquiera se atrevía a mirar. El Señor entonces le dijo: Descálzate, porque el lugar donde estás es tierra santa. He comprobado cómo mi pueblo sufre en Egipto, he escuchado sus lamentos y me dispongo a librarlos. Así que ahora prepárate, pues voy a enviarte a Egipto. De manera que el mismo Moisés al que los israelitas habían rechazado diciéndole: «¿Quién te ha nombrado jefe y juez?», fue el enviado por Dios como jefe y libertador, por medio del ángel que se le apareció en la zarza. Fue Moisés quien sacó a los israelitas de Egipto, realizando milagros y prodigios a lo largo de cuarenta años, tanto en el mismo Egipto como en el mar Rojo y en el desierto. Fue también Moisés quien dijo a los israelitas: Dios hará surgir de entre vosotros un profeta como yo. Fue él, en fin, quien en la asamblea del desierto sirvió de intermediario entre el ángel que le hablaba en el monte Sinaí y nuestros antepasados, y quien recibió palabras de vida con el encargo de transmitírnoslas. Pero nuestros antepasados no quisieron obedecerle; lo rechazaron y, volviendo el pensamiento a Egipto, dijeron a Aarón: Haznos dioses que nos guíen en nuestro caminar, pues no sabemos qué ha sido de ese Moisés, el que nos sacó de Egipto. Fue entonces cuando se fabricaron un ídolo en forma de becerro, le ofrecieron sacrificios y celebraron una fiesta solemne en honor de algo que habían hecho con sus propias manos. Así que Dios se apartó de ellos y permitió que se entregasen al culto de los astros, como está escrito en el libro de los profetas: Pueblo de Israel, ¿en honor de quién fueron las víctimas y sacrificios que ofrecisteis durante cuarenta años en el desierto? No ciertamente en mi honor, sino que llevasteis en procesión la tienda-santuario del dios Moloc y el emblema en forma de estrella de Refán, a quien convertisteis en vuestro dios; imágenes todas ellas que hicisteis para rendirles culto. Por eso, os deportaré más allá de Babilonia. Nuestros antepasados tenían en el desierto la Tienda del testimonio, que fue construida conforme al modelo que había visto Moisés cuando Dios le habló. Fueron también nuestros antepasados quienes la recibieron y quienes, acaudillados por Josué, la introdujeron en el país que ocuparon cuando Dios expulsó a los paganos delante de ellos. Y así continuaron las cosas hasta la época de David. Por su parte, David, que gozaba del favor de Dios, solicitó proporcionar un santuario a la estirpe de Jacob. Sin embargo, fue Salomón quien lo construyó; aunque debe quedar claro que el Altísimo no habita en edificios construidos por manos humanas, como dice el profeta: Mi trono es el cielo, dice el Señor, y la tierra, el estrado de mis pies. ¿Por qué queréis edificarme un santuario o un lugar que me sirva de morada? ¿No soy yo el creador de todas estas cosas? Vosotros, gente testaruda, de corazón empedernido y oídos sordos, siempre habéis ofrecido resistencia al Espíritu Santo. Como vuestros antepasados, así sois vosotros. ¿Hubo algún profeta al que no persiguieran vuestros antepasados? Ellos mataron a los que predijeron la venida del único justo a quien ahora vosotros habéis entregado y asesinado. ¡Vosotros, que recibisteis la ley por mediación de ángeles, pero que nunca la habéis cumplido! Estas palabras desataron su cólera, y se recomían de rabia contra Esteban. Pero él, lleno del Espíritu Santo y con la mirada fija en el cielo, vio la gloria de Dios y a Jesús de pie junto a Dios. —Escuchadme —dijo—, veo el cielo abierto y al Hijo del hombre de pie junto a Dios. Hechos un puro grito, no quisieron escuchar nada más y se arrojaron en masa sobre él. Lo sacaron fuera de la ciudad y comenzaron a apedrearlo. Los que participaban en el hecho confiaron sus ropas al cuidado de un joven llamado Saulo. Esteban, por su parte, oraba con estas palabras mientras era apedreado: —Señor Jesús, acoge mi espíritu. Luego dobló las rodillas y clamó en alta voz: —¡Señor, no les tomes en cuenta este pecado! Y, sin decir más, expiró.

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