HEBREOS 9:11-28
HEBREOS 9:11-28 BLP
Pero Cristo se ha presentado como sumo sacerdote de los bienes definitivos. Y siendo el suyo un santuario mayor y más valioso, no fabricado por manos humanas y por tanto no perteneciente al mundo creado, entró una vez por todas en «el lugar santísimo», no con sangre de machos cabríos o de toros, sino con la suya propia, rescatándonos así para siempre. Se da por hecho que la sangre de machos cabríos y de toros, así como las cenizas de una ternera, tienen poder para restaurar la pureza externa cuando se esparcen sobre quienes son considerados ritualmente impuros. ¡Pues cuánto más eficaz será la sangre de Cristo que, bajo la acción del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como víctima sin mancha! ¡Cuánto más será capaz de limpiar nuestra conciencia de las acciones que causan la muerte para que podamos dar culto al Dios viviente! Precisamente por eso, Cristo es el mediador de una alianza nueva. Con su muerte ha obtenido el perdón de los pecados cometidos durante la antigua alianza, haciendo posible que los elegidos reciban la herencia eterna prometida. Todos saben que para que un testamento surta efecto, es necesario que conste la muerte de quien lo otorgó; en vida del testador no tiene ninguna validez ya que solo a partir de la muerte adquiere valor un testamento. De ahí que también la primera alianza dio comienzo con un rito de sangre. En efecto, cuando Moisés terminó de explicar a todo el pueblo los preceptos de la ley, tomó sangre de los toros y los machos cabríos, la mezcló con agua y, valiéndose de un poco de lana roja y de una rama de hisopo, roció con ella al libro de la ley y a todo el pueblo diciendo: Estaes la sangre que ratifica la alianza que Dios ha establecido con vosotros. Después roció con sangre la Tienda de la presencia y todos los objetos reservados para el culto. Y es que, según la ley, prácticamente todas las cosas se purifican mediante la sangre y, si no hay derramamiento de sangre, tampoco hay perdón. Se necesitaban, pues, tales sacrificios para purificar lo que solo era esbozo de las realidades celestiales; pero estas mismas realidades celestiales precisaban de sacrificios más valiosos. Por eso Cristo no entró en un santuario construido por manos humanas —que era simple imagen del verdadero santuario—, sino que entró en el cielo mismo donde ahora intercede por nosotros en presencia de Dios. Y tampoco tuvo que ofrecerse muchas veces, como tiene que hacerlo el sumo sacerdote judío que año tras año entra en «el lugar santísimo» con una sangre que no es la suya. De no ser así, Cristo debería haber padecido muchas veces desde que el mundo es mundo; y, sin embargo, le ha bastado con manifestarse una sola vez ahora, en el momento culminante de la historia, destruyendo el pecado con el sacrificio de sí mismo. Y así como está establecido que todos los seres humanos deben pasar por la muerte una sola vez para ser a continuación juzgados, así también Cristo se ofreció una sola vez para cargar con los pecados de la humanidad. Después se mostrará por segunda vez, pero ya no en relación con el pecado, sino para salvar a quienes han puesto su esperanza en él.