JUAN 11:1-57
JUAN 11:1-57 RV2020
Un hombre llamado Lázaro estaba enfermo. Era de Betania, la aldea de María y de Marta, sus hermanas. (María, cuyo hermano Lázaro estaba enfermo, fue la que ungió al Señor con perfume y le secó los pies con sus cabellos). Las hermanas de Lázaro enviaron este mensaje a Jesús: —Señor, el que amas está enfermo. Jesús, al oírlo, dijo: —Esta enfermedad no es de muerte, sino que tiene como finalidad manifestar la gloria de Dios; por medio de ella resplandecerá la gloria del Hijo de Dios. Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, a pesar de haberse enterado de que Lázaro estaba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaba. Pasado este tiempo, dijo a los discípulos: —Vamos otra vez a Judea. Los discípulos exclamaron: —Rabí, hace poco los judíos intentaban apedrearte, ¿y otra vez vas allá? Respondió Jesús: —¿No tiene el día doce horas? El que anda de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; mas el que anda de noche tropieza, porque no hay luz en él. Dicho esto, agregó: —Nuestro amigo Lázaro se ha dormido, pero voy a despertarle. Respondieron entonces sus discípulos: —Señor, si se ha dormido, quiere decir que se recuperará. Ellos creían que Jesús se refería al sueño natural, pero él estaba hablando de la muerte de Lázaro. Entonces les dijo claramente: —Lázaro ha muerto y me alegro por vosotros de que yo no haya estado allí para que creáis. Vayamos a verle. Entonces Tomás, apodado «el Mellizo», dijo a los a los otros discípulos: —Vamos también nosotros para morir con él. Cuando llegó Jesús se encontró con que Lázaro había sido sepultado hacía ya cuatro días. Betania estaba cerca de Jerusalén, como a dos kilómetros y medio, y muchos de los judíos habían venido a casa de Marta y María para consolarlas por la muerte de su hermano. Marta, cuando oyó que Jesús llegaba, salió a su encuentro. María, en cambio, se quedó en casa. Marta dijo a Jesús: —Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero también sé ahora que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará. Jesús le contestó: —Tu hermano resucitará. Marta repuso: —Yo sé que se levantará en la resurrección, en el día final. Replicó Jesús: —Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí no morirá eternamente. ¿Crees esto? Respondió: —Sí, Señor. Yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo. Tras declarar esto, fue a llamar a María, su hermana, y le dijo en secreto: —El Maestro está aquí y pregunta por ti. María, cuando lo oyó, se levantó rápidamente y salió a su encuentro. Jesús aún no había entrado en la aldea, sino que estaba en el lugar en que Marta se había encontrado con él. Los judíos que se encontraban en casa consolándola, viendo que María se había levantado de prisa y había salido, la siguieron pensando que iría a la tumba para llorar allí. María llegó al lugar donde estaba Jesús y al verle se arrojó a sus pies y le dijo: —Señor, si hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano. Jesús entonces, viendo llorar a María y a los judíos que la acompañaban, se sintió hondamente conmovido y, con su espíritu turbado, le preguntó: —¿Dónde le habéis puesto? Le respondieron: —Ven a verlo, Señor. Jesús lloró. Los judíos entonces decían: —¡Mirad cuánto le amaba! Y algunos de ellos se preguntaban: —Quien dio vista al ciego ¿no podía haber evitado también la muerte de Lázaro? Jesús, de nuevo profundamente conmovido, se acercó al sepulcro. Era una cueva, y la entrada estaba tapada con una piedra. Dijo Jesús: —Quitad la piedra. Marta, la hermana del que había muerto, le advirtió: —Señor, tiene que oler ya, pues lleva cuatro días sepultado. Jesús le contestó: —¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios? Quitaron la piedra del sepulcro y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: —Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Yo sé que siempre me escuchas, pero he dicho esto por la multitud que está alrededor, para que crean que tú me has enviado. Y a continuación clamó a gran voz: —¡Lázaro, sal afuera! Y el que había muerto salió con las manos y los pies atados con vendas y con el rostro envuelto en un sudario. Jesús ordenó: —Desatadlo y dejadlo andar. Muchos de los judíos que habían acompañado a María y vieron lo que Jesús había hecho creyeron en él. Sin embargo, algunos de ellos fueron a los fariseos y les contaron lo que Jesús había hecho. Entonces los principales sacerdotes y los fariseos reunieron el Concilio y dijeron: —¿Qué haremos? Este hombre hace muchas señales. Si no actuamos, todos creerán en él e intervendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación. Entonces, Caifás, perteneciente al Consejo y sumo sacerdote aquel año, les dijo: —Ignorantes, ¿no os dais cuenta de que es preferible que muera uno solo por el pueblo a que toda la nación sea destruida? En realidad, Caifás no hizo esta propuesta por su propia cuenta, sino que, como era el sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús había de morir por la nación. Y no solamente por la nación judía, sino también para congregar en un solo pueblo a los hijos de Dios que estaban dispersos. A partir de aquel momento acordaron matarlo. Por eso Jesús ya no andaba abiertamente entre los judíos, sino que se fue de Judea a una ciudad llamada Efraín, situada en la región contigua al desierto. En ella se quedó con sus discípulos. Como estaba próxima la pascua de los judíos, muchos de aquella región fueron a Jerusalén antes de la Pascua, para purificarse. Buscaban a Jesús y en el templo se preguntaban unos a otros: —¿Qué pensáis? ¿Vendrá o no vendrá a la fiesta? Los principales sacerdotes y los fariseos habían dado orden de que si alguno se enteraba del lugar donde estaba informara de ello para arrestarlo.