LUCAS 23:1-55
LUCAS 23:1-55 RV2020
Se levantaron entonces todos ellos y llevaron a Jesús ante Pilato. Con estas palabras comenzaron la acusación: —Hemos encontrado que este anda alborotando al pueblo, que prohíbe pagar el tributo a César y anda diciendo que él mismo es el Cristo, un rey. Pilato le preguntó: —¿Eres tú el rey de los judíos? Él respondió: —Tú lo dices. Pilato dijo a los principales sacerdotes y a la gente: —No encuentro motivo alguno de condena en este hombre. Pero ellos porfiaban: —Este alborota al pueblo con lo que enseña por toda Judea, desde Galilea hasta este lugar. Cuando Pilato oyó la mención a Galilea, preguntó si el hombre era galileo. Y al saber que, en efecto, lo era, y que, por tanto, pertenecía a la jurisdicción de Herodes, se lo envió a este, que en aquellos días también estaba en Jerusalén. Herodes, al ver a Jesús, se alegró mucho, porque hacía tiempo que deseaba conocerle. Había oído muchas cosas acerca de él y esperaba presenciar algún milagro suyo. Y aunque le hizo muchas preguntas, Jesús no respondió nada. Los principales sacerdotes y los escribas le acusaban acaloradamente. Entonces Herodes y sus soldados lo humillaron y se rieron de él vistiéndole con ropajes lujosos, y lo enviaron de vuelta a Pilato. Aquel día, Pilato y Herodes se hicieron amigos, pues hasta aquel momento habían estado enemistados. Entonces Pilato convocó a los principales sacerdotes, a los gobernantes y al pueblo, y les dijo: —Me habéis traído a este hombre diciendo que perturba al pueblo, pero después de haberle interrogado yo delante de vosotros, no le encuentro culpable de ninguno de los delitos de los que le acusáis. Ni tampoco Herodes, porque nos lo ha enviado de nuevo. Este hombre no ha hecho nada que merezca la muerte, así que le castigaré y después le soltaré. En la fiesta de la Pascua el gobernador estaba obligado a conceder la libertad a un preso. Pero todo el gentío gritaba al unísono: —¡Fuera con ese. Suéltanos a Barrabás! El tal Barrabás estaba en la cárcel a causa de una rebelión que había tenido lugar en la ciudad y por un homicidio. Pilato, que quería poner en libertad a Jesús, habló de nuevo a la gente, pero ellos volvieron a gritar: —¡Crucifícale! ¡Crucifícale! Él, por tercera vez, se dirigió al pueblo: —¿Pero qué delito ha cometido? No he descubierto en él ningún crimen que merezca la muerte. Le castigaré y le soltaré. Pero ellos seguían pidiendo a gritos que fuera crucificado. Y, finalmente, prevalecieron las voces del gentío y de los principales sacerdotes. Entonces Pilato sentenció que se hiciera lo que pedían: soltó al que estaba encarcelado por rebelión y homicidio y puso a Jesús a disposición de ellos. Cuando se lo llevaban, tomaron a cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron con la cruz para que la llevara detrás de Jesús. Le seguía una gran multitud del pueblo y numerosas mujeres que se golpeaban el pecho y se lamentaban por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: —Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí. Llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque vendrán días en que dirán: «Dichosas las estériles y los vientres que no concibieron y los pechos que no amamantaron». Comenzarán a decir a los montes: «Caed sobre nosotros», y a los collados: «Cubridnos», porque si en el árbol verde hacen estas cosas, ¿en el seco, qué harán? Llevaban también con Jesús a dos malhechores para ser ejecutados. Llegaron al lugar llamado de la Calavera y allí crucificaron a Jesús y a los malhechores, uno a su derecha y otro a su izquierda. Jesús decía: —Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Los soldados se repartieron sus vestidos echándolos a suertes. El pueblo estaba mirando mientras las autoridades se burlaban de Jesús, diciendo: —Puesto que ha salvado a otros, que se salve a sí mismo, si es el Cristo, el escogido de Dios. Los soldados también se reían de él: se acercaban ofreciéndole vinagre y decían: —Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo. Sobre él habían fijado un letrero escrito con letras griegas, latinas y hebreas. Decía: «Este es el rey de los judíos». Uno de los malhechores que estaban colgados le insultaba y le decía: —¿No eres tú el Cristo? ¡Pues sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros! Pero el otro le reprendió diciendo: —¿Ni siquiera ahora, que sufres la misma condena, temes a Dios? Nosotros estamos pagando justamente. Recibimos lo que merecemos por los actos cometidos, pero este no ha hecho nada malo. Y dijo a Jesús: —Acuérdate de mí cuando vayas a tu reino. Jesús respondió: —Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso. Alrededor del mediodía, toda la tierra quedó sumida en oscuridad hasta las tres de la tarde. El sol se oscureció y el velo del templo se rasgó por la mitad. Entonces Jesús pegó un gran grito y dijo: —Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto expiró. Cuando el centurión vio lo que había sucedido, alabó a Dios diciendo: —Verdaderamente, este hombre era justo. La multitud que había asistido a este espectáculo, al ver lo que había acontecido, se volvían a la ciudad golpeándose el pecho. Pero todos los conocidos de Jesús y las mujeres que le habían seguido desde Galilea se quedaron observando a cierta distancia lo que sucedía. José, natural de Arimatea, ciudad de Judea, hombre bueno y justo, era miembro del Concilio. José, que también esperaba el reino de Dios y que no había consentido en el acuerdo ni en la actuación de sus compañeros, fue a Pilato y pidió el cuerpo de Jesús. Después de bajarlo de la cruz, lo envolvió en una sábana de lino y lo depositó en un sepulcro excavado en una peña, donde nadie aún había sido sepultado. Era el día de la preparación de la Pascua y el sábado ya estaba comenzando. Las mujeres que habían acompañado a Jesús desde Galilea, siguieron a José y vieron el sepulcro y cómo su cuerpo fue depositado en él.