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LUCAS 7:1-50

LUCAS 7:1-50 RV2020

Cuando Jesús terminó de hablar al pueblo que le escuchaba, entró en Capernaún. El criado de un centurión, a quien este quería mucho, estaba enfermo y a punto de morir. El centurión, habiendo oído hablar de Jesús, le envió unos ancianos de los judíos para rogarle que viniera y curase a su criado. Ellos acudieron a Jesús y le suplicaron con insistencia: —Este hombre merece que lo ayudes, porque ama a nuestra nación y nos edificó una sinagoga. Jesús fue con ellos y estaban ya cerca de la casa cuando unos amigos enviados por el centurión le dieron este mensaje: —Señor, no te molestes. No soy digno de que entres bajo mi techo. Ni siquiera me tuve por digno de acudir personalmente a ti. Pero con una sola palabra tuya mi siervo sanará. Yo también soy hombre sujeto a una autoridad superior y, a su vez, tengo soldados bajo mis órdenes, y digo a este «Ve», y va; y al otro «Ven», y viene; y a mi criado «Haz esto», y lo hace. Al oír esto, Jesús se quedó admirado del centurión. Y dirigiéndose a la gente que lo seguía, dijo: —Os aseguro que ni siquiera en Israel he encontrado tanta fe. Cuando los amigos enviados por el centurión regresaron a casa, encontraron al criado curado. Jesús fue después a una ciudad llamada Naín. Iban con él muchos de sus discípulos y una gran multitud. Cuando llegó cerca de la puerta de entrada a la ciudad, vio que llevaban a enterrar al hijo único de una mujer viuda, a quien acompañaba mucha gente. El Señor al verla se sintió profundamente conmovido y le dijo: —No llores. Se acercó y tocó el féretro. Quienes lo llevaban se detuvieron y dijo Jesús: —Joven, a ti te digo, levántate. El muerto se incorporó y comenzó a hablar y Jesús se lo entregó a su madre. El miedo se apoderó de todos, y alababan a Dios diciendo: —Un gran profeta ha surgido entre nosotros y Dios ha venido a ayudar a su pueblo. La fama de Jesús se extendió por Judea y sus inmediaciones. Los discípulos de Juan fueron a contarle todas estas cosas. Juan, entonces, llamó a dos de ellos y los envió a Jesús para que le preguntasen: —¿Eres tú el que había de venir o esperaremos a otro? Los dos discípulos fueron a ver a Jesús y le dijeron: —Juan el Bautista nos ha enviado para preguntarte si eres tú el que había de venir o esperaremos a otro. En ese mismo momento Jesús curó a muchos de sus enfermedades y dolencias y de espíritus malignos. También dio vista a muchos ciegos. A continuación respondió Jesús: —Id, haced saber a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos son resucitados y a los pobres les es anunciado el evangelio. Dichoso es cualquiera que no se escandalice de mí. Cuando los mensajeros de Juan se fueron, Jesús comenzó a hablar de Juan a la gente: —Cuando salisteis al desierto, ¿qué esperabais encontrar? ¿Una caña sacudida por el viento? ¿O esperabais encontrar un hombre vestido elegantemente? Los que visten con lujo y se dan la buena vida viven en los palacios reales. ¿Qué esperabais, entonces, encontrar? ¿Un profeta? Pues sí, os digo, y más que profeta. De él está escrito: Yo envío mi mensajero para que prepare el camino delante de ti. Porque os digo que no ha nacido nadie mayor que Juan. Sin embargo, el más pequeño en el reino de Dios es mayor que él. Todo el pueblo, incluso los recaudadores de impuestos, después de escuchar a Juan, reconocieron la justicia de Dios haciéndose bautizar por él. Mas los fariseos y los intérpretes de la ley rechazaron, para su mal, el propósito de Dios para ellos y no quisieron ser bautizados por Juan. Jesús siguió diciendo: —¿Con qué compararé a esta gente de hoy? ¿A quién es comparable? Son semejantes a los muchachos que, sentados en la plaza, dan voces los unos a los otros y dicen: «Tocamos la flauta para vosotros y no bailasteis; os entonamos cantos de duelo y no llorasteis». Porque ha venido Juan el Bautista y por no comer pan ni beber vino decís: «Lleva un demonio dentro». Ha venido el Hijo del Hombre, que come y bebe, y decís: «Ahí tenéis a un glotón y borracho, amigo de andar con recaudadores de impuestos y con gente de mala reputación». Pero la sabiduría es conocida como tal por quienes la reciben de corazón. Uno de los fariseos rogó a Jesús que comiera con él. Jesús entró en casa del fariseo y se sentó a la mesa. Una mujer pecadora que había en la ciudad se enteró de que Jesús estaba a la mesa en casa del fariseo y llegó con un vaso de alabastro lleno de perfume. Se puso detrás de Jesús, a sus pies, y rompió a llorar, haciendo que sus lágrimas bañasen los pies de él. Después los secó con sus propios cabellos; los besó y finalmente derramó sobre ellos el perfume. Viendo todo esto el fariseo que le había invitado, pensó: «Si este fuera profeta, conocería la identidad y la condición pecadora de la mujer que le está tocando». Entonces Jesús le dijo: —Simón, una cosa tengo que decirte. —Di, Maestro. —Un acreedor tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagarle, el acreedor perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de ellos le amará más? Respondió Simón: —Pienso que aquel a quien perdonó más. —Tu juicio es correcto. Y volviéndose hacia la mujer le dijo a Simón: —¿Ves esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para mis pies, mas ella ha bañado mis pies con lágrimas y los ha secado con sus cabellos. No me diste el beso al llegar, mas ella, desde que entré, no ha cesado de besar mis pies. No ungiste mi cabeza con aceite, mas ella ha ungido con perfume mis pies. Por eso te digo que le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho; pero se le perdona poco a quien ama poco. Y a la mujer le dijo: —Tus pecados te son perdonados. Los que estaban sentados con él a la mesa comenzaron a preguntarse para sí: «¿Quién es este, que también perdona pecados?». Y dijo a la mujer: —Tu fe te ha salvado. Ve en paz.

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