LUCAS 9:18-43
LUCAS 9:18-43 RV2020
En una ocasión Jesús estaba orando a solas, los discípulos estaban con él y les preguntó: —¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos respondieron: —Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, algún profeta de los antiguos que ha resucitado. Y Jesús les preguntó de nuevo: —¿Y vosotros quién decís que soy? Respondió Pedro: —El Cristo de Dios. Pero él les ordenó con severidad que a nadie dijeran esto. Y añadió: —Es necesario que el Hijo del Hombre padezca mucho y sea rechazado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, que muera y resucite al tercer día. Y dijo también, dirigiéndose a todos: —Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque el que quiera salvar su vida la perderá y el que pierda su vida por mi causa la salvará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si de ese modo se destruye o se pierde a sí mismo? Porque, si alguno se avergüenza de mí y de mis palabras, el Hijo del Hombre también se avergonzará de él cuando venga en su gloria, y en la gloria del Padre y de los santos ángeles. Os aseguro que algunos de los que están aquí no morirán sin haber visto antes el reino de Dios. Unos ocho días después de pronunciadas estas palabras, Jesús tomó a Pedro, a Juan y a Jacobo y subió al monte a orar. Mientras oraba, cambió el aspecto de su cara y su vestido se volvió de una blancura resplandeciente. Con él conversaban dos hombres. Eran Moisés y Elías, que aparecieron rodeados de gloria y hablaban de la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén. Pedro y quienes le acompañaban, aunque rendidos de sueño, se despertaron y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él. Cuando estos se fueron, Pedro dijo a Jesús: —¡Maestro, qué bien estamos aquí! Hagamos tres cabañas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Pedro no sabía lo que decía. Y estando hablando, apareció una nube que los envolvió, de modo que se asustaron. Desde la nube vino una voz que decía: —Este es mi Hijo amado. Escuchadle a él. Tan pronto se escuchó la voz, Jesús se quedó solo. Los discípulos guardaron silencio, y por unos días no contaron a nadie lo que habían visto. Al día siguiente, cuando bajaron del monte, mucha gente salió al encuentro de Jesús. De entre la multitud un hombre clamó diciendo: —Maestro, te ruego que veas a mi hijo. Es el único que tengo. Un espíritu se apodera de él: de repente da voces, sufre convulsiones y echa espuma por la boca, y una vez que lo ha destrozado, a duras penas lo deja tranquilo. Rogué a tus discípulos que lo expulsasen, pero no pudieron. Respondió Jesús: —¡Oh, generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo he de estar con vosotros y os he de soportar? Trae acá a tu hijo. Cuando el muchacho iba acercándose, el demonio le derribó y le producía convulsiones, pero Jesús reprendió al espíritu inmundo, sanó al muchacho y se lo devolvió a su padre. Todos se admiraban ante la grandeza de Dios.