DANIEL 6:1-22
DANIEL 6:1-22 DHHE
El rey Darío decidió nombrar ciento veinte gobernadores regionales que se encargaran de las distintas partes del reino. Al frente de ellos puso tres supervisores, para vigilar la administración de los gobernadores, con el fin de que el rey no saliera perjudicado en nada. Uno de los supervisores era Daniel, quien pronto, por su gran capacidad, se distinguió de los demás supervisores y jefes regionales; por eso el rey pensó en ponerlo al frente del gobierno de la nación. Los supervisores y gobernadores buscaron entonces un motivo para acusarle de mala administración del reino, pero como Daniel era un hombre honrado no le encontraron ninguna falta; por lo tanto no pudieron presentar ningún cargo contra él. Sin embargo, siguieron pensando en el asunto y dijeron: “No encontraremos ningún motivo para acusar a Daniel, a no ser algo que tenga que ver con su religión.” Así pues, los supervisores y gobernadores se pusieron de acuerdo para ir a hablar con el rey Darío, y cuando estuvieron en su presencia le dijeron: –¡Viva Su Majestad para siempre! Reunidas en consejo todas las autoridades que gobiernan la nación, han acordado la publicación de un decreto real ordenando que durante treinta días nadie dirija una súplica a ningún dios ni hombre, sino solo a Su Majestad. Aquel que no obedezca será arrojado al foso de los leones. Por lo tanto, confirme Su Majestad el decreto, y fírmelo para que no pueda ser modificado, conforme a la ley de los medos y los persas, que no puede ser derogada. Ante esto, el rey Darío firmó el decreto. Cuando Daniel supo que el decreto había sido firmado, se fue a su casa, abrió las ventanas de su dormitorio, que estaba orientado hacia Jerusalén, y se arrodilló para orar y alabar a Dios. Esto lo hacía tres veces al día, tal como siempre lo había hecho. Entonces aquellos hombres entraron juntos en la casa de Daniel, y lo encontraron orando y alabando a su Dios. En seguida fueron a ver al rey para hablarle del decreto. Le dijeron: –Su Majestad ha publicado un decreto, según el cual todo aquel que durante estos treinta días dirija una súplica a cualquier dios u hombre que no sea Su Majestad, será arrojado al foso de los leones, ¿no es verdad? –Así es –respondió el rey–. Y el decreto debe cumplirse conforme a la ley de los medos y los persas, que no puede ser derogada. Entonces ellos siguieron diciendo: –Pues Daniel, uno de esos judíos desterrados, no muestra ningún respeto por Su Majestad ni por el decreto publicado, ya que le hemos visto hacer su oración tres veces al día. Al oir esto, el rey se puso muy triste, y trató de hallar una manera de salvar a Daniel. Hasta la hora de ponerse el sol estuvo haciendo todo lo posible por salvarle, pero aquellos hombres se presentaron de nuevo al rey y le dijeron: –Su Majestad sabe bien que, según la ley de los medos y los persas, ninguna prohibición o decreto firmado por el rey puede ser derogado. Entonces el rey ordenó que trajeran a Daniel y lo arrojaran al foso de los leones. Pero antes que se cumpliera la sentencia, el rey le dijo a Daniel: –¡Que tu Dios, a quien sirves con tanta fidelidad, te salve! Cuando ya Daniel estaba en el foso, trajeron una piedra y la pusieron sobre la boca del mismo, y el rey la selló con su sello real y con el sello de las altas personalidades de su gobierno, para que también en el caso de Daniel se cumpliera estrictamente lo establecido por la ley. Después el rey se fue a su palacio, y se acostó sin cenar y sin entregarse a sus distracciones habituales. Pero no pudo dormir en toda la noche. Tan pronto como amaneció, se levantó y se dirigió a toda prisa al foso de los leones. Cuando ya estaba cerca, el rey llamó con voz triste a Daniel, diciendo: –Daniel, siervo del Dios viviente, ¿pudo tu Dios, a quien sirves con tanta fidelidad, librarte de los leones? Daniel le respondió –¡Viva Su Majestad para siempre! Mi Dios envió a su ángel a cerrar la boca de los leones para que no me hicieran ningún daño, pues Dios sabe que soy inocente y que no he hecho nada malo contra Su Majestad.