HEBREOS 9:2-14
HEBREOS 9:2-14 DHHE
La tienda había sido preparada de tal forma que en su primera parte, la llamada Lugar Santo, se encontraban el candelabro y la mesa con los panes consagrados a Dios. Detrás del segundo velo se hallaba el llamado Lugar Santísimo, donde había un altar de oro para quemar el incienso, y donde estaba el arca del pacto, totalmente cubierta de oro. En el arca había una jarra de oro que contenía el maná, y también se encontraba el bastón de Aarón, que había retoñado, y las tablas del pacto. Encima del arca estaban los seres alados que significaban la presencia de Dios, y que cubrían con sus alas la tapa del arca. Por ahora no es necesario entrar en más detalles sobre todo esto. Dispuestas así las cosas, los sacerdotes entran continuamente en la primera parte de la tienda para celebrar los oficios del culto; pero en la segunda parte entra únicamente el sumo sacerdote, y solo una vez al año. Y cuando entra tiene que llevar sangre de animales para ofrecerla por sí mismo y por los pecados que el pueblo comete sin darse cuenta. Con esto, el Espíritu Santo nos da a entender que, mientras la primera parte de la tienda seguía sirviendo para el culto, el camino al santuario todavía no estaba abierto. Todo esto es un símbolo para el tiempo presente; pues las ofrendas y sacrificios que allí se ofrecen a Dios no pueden hacer perfecta la conciencia de los que así le adoran. Se trata únicamente de alimentos, bebidas y ciertas ceremonias de purificación, que son normas externas y que solo tienen valor mientras Dios no cambie las cosas. Pero Cristo ya vino, y él es ahora el sumo sacerdote de los bienes definitivos. El santuario donde actúa como sumo sacerdote es mejor y más perfecto, y no ha sido hecho por los hombres; es decir, no pertenece a esta creación. Cristo ha entrado en el santuario, ya no para ofrecer la sangre de chivos y becerros sino su propia sangre. Ha entrado una sola vez y para siempre, y ha obtenido para nosotros la salvación eterna. Es verdad que la sangre de los toros y de los chivos, y las cenizas de la becerra quemada en el altar, las cuales se esparcen sobre los que están impuros, tienen poder para consagrarlos y purificarlos por fuera. Pero si esto es así, ¡cuánto más poder tendrá la sangre de Cristo! Pues Cristo, por medio del Espíritu eterno, se ofreció a sí mismo a Dios como sacrificio sin mancha, y su sangre limpia nuestra conciencia de las obras que llevan a la muerte, para que podamos servir al Dios viviente.