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2 REYES 7:3-20

2 REYES 7:3-20 Reina Valera 2020 (RV2020)

Había a la entrada de la puerta cuatro hombres leprosos, y se decían los unos a los otros: —¿Por qué estamos aquí esperando la muerte? Si tratamos de entrar en la ciudad, moriremos en ella, por el hambre que hay allí; y si nos quedamos aquí, también moriremos. Vamos, pues, ahora y pasémonos al campamento de los sirios: si ellos nos dan la vida, viviremos, y si nos dan la muerte, moriremos. Se levantaron, pues, al anochecer, para ir al campamento de los sirios, y al llegar a la entrada del campamento, no había allí nadie. El Señor había hecho que en el campamento de los sirios se oyera estruendo de carros, ruido de caballos y el estrépito de un gran ejército, por lo que se dijeron unos a otros: «El rey de Israel ha tomado a sueldo contra nosotros a los reyes de los heteos y a los reyes de los egipcios para que vengan a atacarnos». Así que se levantaron y huyeron al anochecer, por lo que abandonaron sus tiendas, sus caballos, sus asnos y el campamento tal cual estaba. Huyeron para salvar sus vidas. Cuando los leprosos llegaron al límite del campamento, entraron en una tienda, comieron y bebieron, tomaron de allí plata, oro y vestidos, y fueron a esconderlos. Después volvieron, entraron en otra tienda, y de allí también tomaron cosas que fueron a esconder. Luego se dijeron unos a otros: —No estamos haciendo bien. Hoy es día de buenas noticias y nosotros callamos. Si esperamos hasta el amanecer, nos alcanzará nuestra maldad. Vamos pues, ahora, entremos y demos la noticia en la casa del rey. Fueron, pues, llamaron a los guardias de la puerta de la ciudad, y les gritaron: —Nosotros hemos ido al campamento de los sirios y no había allí nadie, ni se oía ninguna voz humana; solo estaban los caballos atados, los asnos también atados y el campamento intacto. Los porteros gritaron y lo anunciaron dentro, en el palacio del rey. Se levantó el rey de noche y dijo a sus siervos: —Os voy a decir lo que nos han hecho los sirios. Ellos saben que tenemos hambre, han salido de las tiendas y se han escondido en el campo, pues piensan: «Cuando hayan salido de la ciudad, los tomaremos vivos y entraremos en ella». Entonces uno de sus siervos propuso: —Tomemos ahora cinco de los caballos que han quedado en la ciudad (porque los que quedan acá también perecerán, como toda la multitud de Israel que ya ha perecido ). Enviemos hombres en los caballos, y esperemos a ver qué pasa. Tomaron, pues, dos carros con sus caballos, y el rey envió a los hombres al campamento de los sirios, con esta orden: —Id y ved. Ellos fueron hasta el Jordán y vieron que todo el camino estaba lleno de vestidos y enseres que los sirios habían arrojado por la premura. Regresaron los mensajeros y lo hicieron saber al rey. Entonces el pueblo salió y saqueó el campamento de los sirios. Y, conforme a la palabra del Señor, se pudo comprar diez kilos de flor de harina por una moneda de plata, y veinte kilos de cebada por el mismo precio. El rey había puesto a la puerta a aquel príncipe sobre cuyo brazo él se apoyaba, pero el pueblo lo atropelló a la entrada, y murió, conforme a lo que había dicho el hombre de Dios cuando el rey descendió a él. Aconteció, pues, de la manera que el hombre de Dios había anunciado al rey, al decir: «Mañana a estas horas, a la entrada de Samaria, podrá comprarse diez kilos de flor de harina con una moneda de plata, y veinte kilos de cebada por el mismo precio». A lo cual aquel príncipe había respondido al hombre de Dios: «Si el Señor abriera ventanas en el cielo, ¿pudiera suceder esto?». Y él le había dicho: «Tú lo verás con tus ojos, pero no comerás de ello». Y así le sucedió, porque el pueblo lo atropelló a la entrada, y murió.

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2 REYES 7:3-20 La Palabra (versión española) (BLP)

A la entrada de la ciudad había cuatro leprosos comentando entre sí: —¿Qué hacemos sentados aquí, esperando la muerte? Si nos decidimos a entrar en la ciudad, moriremos de hambre allí dentro; y si nos quedamos aquí, moriremos también. Vamos, pues, a entrar en el campamento sirio: si nos dejan vivos, viviremos; y si nos matan, moriremos. Al anochecer se levantaron para entrar en el campamento sirio; pero, cuando llegaron a los límites del campamento, descubrieron que allí no había nadie. Resulta que el Señor había hecho resonar en el campamento sirio un estrépito de carros y caballos, el fragor de un gran ejército, y se habían dicho unos a otros: «Seguro que el rey de Israel ha contratado a los reyes hititas y egipcios para que nos ataquen». Así que al anochecer habían emprendido la huida, abandonando sus tiendas, sus caballos, sus burros y el campamento tal como estaba, para ponerse a salvo. Aquellos leprosos, que habían llegado a los límites del campamento, entraron en una tienda, comieron y bebieron y se llevaron de allí plata, oro y ropa, y fueron a esconderlo. Luego volvieron, entraron en otra tienda, se llevaron más cosas de allí y fueron también a esconderlas. Pero luego comentaron entre sí: —No estamos actuando bien. Hoy es día de buenas noticias y nosotros nos las guardamos. Si esperamos a que amanezca, nos considerarán culpables. Vamos, pues, a informar a palacio. Cuando llegaron a la ciudad, llamaron a los centinelas y les informaron: —Hemos entrado en el campamento sirio y allí no hay nadie, ni se oye a nadie; solo hay caballos y burros atados, y las tiendas tal como estaban. Los centinelas, a su vez, llamaron y dieron la noticia en palacio. El rey se levantó de noche y dijo a sus oficiales: —Os voy a explicar lo que nos preparan los sirios: como sabían que estamos pasando hambre, han salido del campamento para esconderse en el campo, pensando atraparnos vivos y apoderarse de la ciudad cuando salgamos. Pero uno de los oficiales propuso: —Enviemos a unos hombres con cinco de los caballos que aún nos restan a ver qué pasa, pues los que aún quedan en la ciudad van a correr la misma suerte que toda la multitud de israelitas que ya han perecido. Uncieron dos carros a los caballos y el rey los mandó seguir al ejército sirio, encargándoles: —Id a ver qué pasa. Ellos siguieron su rastro hasta el Jordán y encontraron todo el camino lleno de ropa y de objetos que los sirios habían abandonado en su huida apresurada. Luego los emisarios regresaron a informar al rey. Inmediatamente la gente salió a saquear el campamento sirio. La medida de harina costaba un siclo y lo mismo, dos medidas de cebada, como había anunciado el Señor. El rey había encargado la vigilancia de la entrada al capitán que era su brazo derecho, pero el gentío lo atropelló en la entrada y murió, como había predicho el profeta cuando el rey bajó a verlo. En efecto, cuando el profeta dijo al rey: «Mañana a estas horas en el mercado de Samaría una medida de harina costará un siclo, y lo mismo costarán dos medidas de cebada», el capitán había replicado al profeta: «Eso no sucederá, ni aunque el Señor abra las compuertas del cielo». Y entonces el profeta le había respondido: «Tú mismo lo verás, pero no lo catarás». Y así sucedió: el gentío lo atropelló en la entrada y murió.

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2 REYES 7:3-20 Dios Habla Hoy Versión Española (DHHE)

Mientras tanto, cuatro leprosos que estaban a la entrada de la ciudad se dijeron entre sí: –¿Qué hacemos aquí sentados esperando la muerte? Si nos decidimos a entrar en la ciudad, moriremos, pues hay una gran hambre allí dentro; y si nos quedamos aquí sentados, también moriremos. Pasémonos, pues, al campamento sirio; si nos perdonan la vida, viviremos; y si nos matan, de todos modos vamos a morir. Así pues, se levantaron al anochecer y se dirigieron al campamento sirio; pero ya estando cerca de él, se dieron cuenta de que no había nadie. Y es que el Señor había hecho que el ejército sirio oyera ruido de carros de combate, de caballería y de un gran ejército; los sirios pensaron entonces que el rey de Israel había contratado a los reyes hititas y a los reyes egipcios para que los atacaran. Por eso se levantaron y huyeron al anochecer abandonando sus tiendas de campaña, sus caballos y sus asnos, y dejando el campamento tal como estaba, para escapar con vida. Al llegar los leprosos a los alrededores del campamento penetraron en una tienda y se pusieron a comer y beber; se apoderaron de plata, oro y ropa, y se fueron y lo escondieron. Después volvieron y entraron en otra tienda, y también de allí tomaron cosas y fueron a esconderlas. Pero luego dijeron entre sí: –No estamos haciendo bien. Hoy es día de llevar buenas noticias y nosotros nos las estamos callando. Si esperamos hasta la mañana, nos considerarán culpables. Es mejor que vayamos al palacio y demos aviso. Fueron entonces y llamaron a los centinelas de la ciudad, y les dijeron: –Hemos ido al campamento sirio y no había absolutamente nadie; ni siquiera se oía hablar a nadie. Solo estaban los caballos y los asnos atados, y las tiendas de campaña tal como las instalaron. Los que vigilaban la entrada de la ciudad llamaron en seguida a los de palacio. Entonces se levantó el rey, y, aunque aún era de noche, dijo a sus oficiales: –Voy a explicaros lo que tratan de hacernos los sirios. Como saben que estamos padeciendo hambre, han salido del campamento y se han escondido en el campo, pensando que, cuando nosotros salgamos de la ciudad, nos atraparán vivos y entrarán en ella. Pero uno de sus oficiales dijo: –Enviemos unos hombres con cinco de los caballos que quedan, y veamos qué pasa. Si viven o si mueren, su situación no será mejor ni peor que la de los demás israelitas que quedamos aquí. Así que tomaron dos carros con caballos, y el rey los mandó al campamento sirio con órdenes de inspeccionarlo. Ellos siguieron el rastro de los sirios hasta el Jordán, y vieron que todo el camino estaba lleno de ropas y objetos que los sirios habían arrojado con las prisas por escapar. Luego regresaron los enviados del rey y le contaron lo que habían visto. En seguida la gente salió y saqueó el campamento sirio. Y, conforme a lo anunciado por el Señor, la harina se vendió a razón de siete litros por una moneda de plata, y la cebada a razón de quince litros por una moneda de plata. El rey ordenó a su ayudante personal que se encargara de cuidar la entrada de la ciudad, pero la gente lo atropelló en la puerta, y murió, conforme a lo que había dicho el profeta cuando el rey fue a verle. Ocurrió, pues, lo que el profeta había anunciado al rey cuando le dijo que a la entrada de Samaria se comprarían siete litros de harina o quince litros de cebada por una sola moneda de plata. El oficial había respondido al profeta que, aun si el Señor abriera ventanas en el cielo, no podría suceder tal cosa. Eliseo, por su parte, le había contestado que lo vería con sus propios ojos, pero no comería de ello. En efecto, así sucedió, porque la gente lo atropelló a la entrada de la ciudad, y murió.

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2 REYES 7:3-20 Nueva Versión Internacional - Castellano (NVI)

Ese día, cuatro hombres que padecían de lepra se hallaban a la entrada de la ciudad. ―¿Qué ganamos con quedarnos aquí sentados, esperando la muerte? —se dijeron unos a otros—. No ganamos nada con entrar en la ciudad. Allí nos moriremos de hambre con todos los demás, pero, si nos quedamos aquí, nos sucederá lo mismo. Vayamos, pues, al campamento de los sirios, para rendirnos. Si nos perdonan la vida, viviremos; y, si nos matan, de todos modos moriremos. Al anochecer se pusieron en camino, pero, cuando llegaron a las afueras del campamento sirio, ¡ya no había nadie allí! Y era que el Señor había confundido a los sirios haciéndoles oír el ruido de carros de combate y de caballería, como si fuera un gran ejército. Entonces se dijeron unos a otros: «¡Seguro que el rey de Israel ha contratado a los reyes hititas y egipcios para atacarnos!» Por lo tanto, emprendieron la fuga al anochecer abandonando tiendas de campaña, caballos y asnos. Dejaron el campamento tal como estaba para escapar y salvarse. Cuando los leprosos llegaron a las afueras del campamento, entraron en una de las tiendas de campaña. Después de comer y beber, se llevaron de allí plata, oro y ropa, y fueron a esconderlo todo. Luego regresaron, entraron en otra tienda, y también de allí tomaron varios objetos y los escondieron. Entonces se dijeron unos a otros: ―Esto no está bien. Hoy es un día de buenas noticias, y no las estamos dando a conocer. Si esperamos hasta que amanezca, resultaremos culpables. Vayamos ahora mismo al palacio y demos aviso. Así que fueron a la ciudad y llamaron a los centinelas. Les dijeron: «Fuimos al campamento de los sirios y ya no había nadie allí. Solo se oía a los caballos y asnos, que estaban atados. Y las tiendas las dejaron tal como estaban». Los centinelas, a voz en grito, hicieron llegar la noticia hasta el interior del palacio. Aunque era de noche, el rey se levantó y les dijo a sus ministros: ―Dejadme deciros lo que esos sirios están tramando contra nosotros. Como saben que estamos pasando hambre, han abandonado el campamento y se han escondido en el campo. Lo que quieren es que salgamos, para atraparnos vivos y entrar en la ciudad. Uno de sus ministros propuso: ―Que salgan algunos hombres con cinco de los caballos que aún quedan aquí. Si mueren, no les irá peor que a la multitud de israelitas que va a perecer. ¡Enviémoslos a ver qué pasa! De inmediato los hombres tomaron dos carros con caballos, y el rey los mandó al campamento del ejército sirio, con instrucciones de que investigaran. Llegaron hasta el Jordán y vieron que todo el camino estaba lleno de ropa y de objetos que los sirios habían arrojado al huir precipitadamente. De modo que regresaron los mensajeros e informaron al rey, y el pueblo salió a saquear el campamento sirio. Y tal como la palabra del SEÑOR lo había dado a conocer, se pudo comprar una medida de flor de harina con una sola moneda de plata, y hasta una doble medida de cebada por el mismo precio. El rey le había ordenado a su ayudante personal que vigilara la entrada de la ciudad, pero el pueblo lo atropelló allí mismo, y así se cumplió lo que había dicho el hombre de Dios cuando el rey fue a verlo. De hecho, cuando el hombre de Dios le dijo al rey: «Mañana a estas horas, a la entrada de Samaria, podrá comprarse una doble medida de cebada con una sola moneda de plata, y una medida de flor de harina por el mismo precio», ese oficial había replicado: «¡No me digas! Aunque el SEÑOR abriera las ventanas del cielo, ¡no podría suceder tal cosa!» De modo que el hombre de Dios respondió: «Pues lo verás con tus propios ojos, pero no llegarás a comerlo». En efecto, así ocurrió: el pueblo lo atropelló a la entrada de la ciudad, y allí murió.

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