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ROMANOS 9:1-24

ROMANOS 9:1-24 Reina Valera 2020 (RV2020)

Digo la verdad en Cristo, no miento, y mi conciencia me da testimonio en el Espíritu Santo. Tengo gran tristeza y continuo dolor en mi corazón. Porque yo mismo desearía ser separado de Cristo, por amor a mis hermanos, los que son mis parientes en la carne, que son los israelitas. De ellos son la adopción y la gloria, el pacto y la promulgación de la ley, el culto y las promesas. De ellos son los antepasados de los que, según su condición humana, vino Cristo quien es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos. Amén. No es que la palabra de Dios haya fallado, pues no todos los que son de Israel son israelitas, ni por ser descendientes de Abrahán, son todos hijos suyos, como está escrito: A través de Isaac tendrás tu descendencia . Esto quiere decir que no son hijos de Dios los hijos naturales, sino que son considerados como descendencia los hijos según la promesa. Y la palabra de la promesa es esta: Por este tiempo vendré y Sara tendrá un hijo . Y no solo esto, también está el caso de Rebeca que concibió gemelos de Isaac nuestro antepasado. Y aunque aún no habían nacido, ni habían hecho aún ni bien ni mal, pero para confirmar que el propósito de Dios es conforme a la elección y no por las obras sino por el que llama, Dios le dijo a Rebeca que el mayor serviría al menor. Como está escrito: A Jacob amé, pero a Esaú aborrecí . ¿Entonces, qué diremos? ¿Que Dios es injusto? ¡De ninguna manera! Porque Dios le dijo a Moisés: Tendré misericordia del que yo tenga misericordia y me compadeceré del que yo me compadezca . Así que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia. Porque la Escritura le dice al Faraón: Para esto mismo te he levantado, para mostrar en ti mi poder y para que mi nombre sea anunciado por toda la tierra . De manera que Dios tiene misericordia de quien él quiere, y endurece al que él quiere endurecer. Entonces me dirás: «¿Por qué Dios todavía nos echa la culpa? ¿Quién puede oponerse a su voluntad?». Pero tú, hombre, ¿quién eres, para replicar a Dios? ¿Acaso el vaso de barro dirá al que lo formó: «Por qué me has hecho así»? ¿O es que el alfarero no tiene libertad para hacer del mismo barro un vaso para uso especial y otro para uso ordinario? ¿Y qué, si Dios, al querer mostrar su ira y hacer notorio su poder, soportó con mucha paciencia los vasos de ira preparados para muerte? ¿Y qué, si dio a conocer las riquezas de su gloria para los vasos de misericordia que él había preparado para esa gloria? Esos a quienes Dios llamó no solo de entre los judíos, sino también de entre los gentiles, somos nosotros.

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ROMANOS 9:1-24 La Palabra (versión española) (BLP)

¡Cristo es testigo de que digo la verdad! Mi conciencia, bajo la guía del Espíritu Santo, me asegura que no miento. Me agobia la tristeza, y un profundo dolor me tortura sin cesar el corazón. Con gusto aceptaría convertirme en objeto de maldición, separado incluso de Cristo, si eso contribuye al bien de mis hermanos, los que son de mi pueblo. Son descendientes de Israel; Dios los ha adoptado como hijos y se ha hecho gloriosamente presente en medio de ellos. Les pertenecen la alianza, la ley, el culto y las promesas; son suyos los patriarcas y de ellos, en cuanto hombre, procede Cristo, que es Dios sobre todas las cosas, bendito por siempre. Amén. Y no es que Dios haya sido infiel a sus promesas. Lo que sucede es que no todos los que descienden de Israel son israelitas de verdad. Ni tampoco los que descienden de Abrahán son todos hijos auténticos suyos, sino únicamente —como dice la Escritura— a través de Isaac tendrás tu descendencia. Es decir, que no es la simple generación natural la que hace hijos de Dios; los verdaderos descendientes son los que nacen en virtud de la promesa. Y los términos de la promesa son estos: Yo volveré por este mismo tiempo y Sara tendrá ya un hijo. Está, además, el caso de Rebeca, que tuvo mellizos de un solo hombre, nuestro antepasado Isaac. En efecto, cuando aún no habían nacido y, por tanto, no habían hecho nada, ni bueno ni malo, para que conste que la decisión divina es pura elección y no depende del comportamiento humano, sino de la llamada divina, se dijo a Rebeca: El mayor servirá al menor. Lo que está en conformidad con la Escritura: Amé a Jacob más que a Esaú. ¿Quiere esto decir que Dios es injusto? ¡De ningún modo! Él fue quien dijo a Moisés: Tendré compasión de quien me plazca y usaré de clemencia con quien quiera. No es, pues, cuestión de querer o de afanarse, sino de que Dios se muestre compasivo. A este respecto dice la Escritura al faraón: Te hice surgir para demostrar en ti mi poder y para hacer famoso mi nombre en toda la tierra. En una palabra, Dios tiene compasión de quien quiere y deja que se obstine a quien le place. Alguien tal vez objetará: Si nadie es capaz de oponerse al plan divino, ¿cómo puede Dios recriminar algo al ser humano? Pero ¿y quién eres tú, mísero mortal, para exigir cuentas a Dios? ¿Le dice acaso la pieza de barro al alfarero: «Por qué me hiciste así»? ¿No tiene facultad el alfarero para hacer del mismo barro un jarrón de lujo o un recipiente ordinario? Así es Dios. Cuando quiere, muestra su indignación y pone de manifiesto su poder. Pero puede también soportar con toda paciencia a esos que son objeto de indignación y están abocados a la ruina. De este modo manifiesta las riquezas de su gloria en aquellos a quienes hizo objeto de su amor y preparó para esa gloria. Esos somos nosotros, convocados no solo de entre los judíos, sino también de entre los paganos.

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ROMANOS 9:1-24 Dios Habla Hoy Versión Española (DHHE)

Como creyente que soy en Cristo, digo la verdad, no miento. Además, mi conciencia, guiada por el Espíritu Santo, me asegura que esto es verdad: siento una gran tristeza y en mi corazón tengo un dolor continuo, y hasta querría estar yo mismo bajo maldición, separado de Cristo, si así pudiera favorecer a mis hermanos, los de mi propia raza. Son descendientes de Israel y Dios los adoptó como hijos. Dios estuvo entre ellos con su presencia gloriosa y les dio los pactos, la ley de Moisés, el culto y las promesas. Son descendientes de nuestros antepasados; y de su raza, en cuanto a lo humano, vino el Mesías, el cual es Dios sobre todas las cosas, alabado por siempre. Amén. Pero no es que las promesas de Dios a Israel hayan quedado sin cumplir. Lo que sucede es que no todos los descendientes de Israel son verdadero pueblo de Israel ni todos los descendientes de Abraham son verdaderamente sus hijos, sino que Dios le había dicho: “Tu descendencia vendrá por medio de Isaac.” Esto nos da a entender que nadie es hijo de Dios solamente por pertenecer a cierta raza; al contrario, solo quienes son hijos en cumplimiento de la promesa de Dios son considerados verdaderos descendientes. Porque esta es la promesa que Dios hizo a Abraham: “Por este tiempo volveré, y Sara tendrá un hijo.” Pero eso no es todo. Los dos hijos de Rebeca lo fueron de un mismo padre, nuestro antepasado Isaac, y antes que ellos nacieran, cuando aún no habían hecho nada ni bueno ni malo, Dios anunció a Rebeca: “El mayor será siervo del menor.” Lo cual también está de acuerdo con la Escritura que dice: “Amé a Jacob y aborrecí a Esaú.” Así quedó confirmado el derecho que Dios tiene de escoger, de acuerdo con su propósito, a los que quiere llamar, sin tener en cuenta lo que hayan hecho. ¿Diremos por esto que Dios es injusto? ¡De ninguna manera! Porque Dios dijo a Moisés: “Tendré misericordia de quien yo quiera tenerla y tendré compasión de quien bien me parezca.” Así pues, no depende de que el hombre quiera o se esfuerce, sino de que Dios tenga compasión. En la Escritura, Dios le dice al faraón: “Te hice rey precisamente para mostrar en ti mi poder, y para darme a conocer en toda la tierra.” De modo que Dios tiene compasión de quien él quiere tenerla y endurece el corazón a quien quiere endurecérselo. Quizá tú me dirás: “Siendo así, ¿de qué va a culpar Dios al hombre, si nadie puede oponerse a su voluntad?” Pero tú, hombre, ¿quién eres para pedirle cuentas a Dios? ¿Acaso la olla de barro le dirá al que la hizo: “Por qué me has hecho así”? El alfarero tiene el poder de hacer lo que quiera con el barro, y de un mismo barro puede hacer una vasija para uso especial y otra para uso común. Pues bien, Dios, queriendo dar un ejemplo de castigo y mostrar su poder, soportó con mucha paciencia a aquellos que merecían el castigo e iban a ser destruidos. Al mismo tiempo quiso dar a conocer en nosotros la grandeza de su gloria, pues tuvo compasión de nosotros y nos preparó de antemano para que tuviéramos parte en ella. Así que Dios nos llamó, a unos de entre los judíos y a otros de entre los no judíos.

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ROMANOS 9:1-24 Nueva Versión Internacional - Castellano (NVI)

Digo la verdad en Cristo; no miento. Mi conciencia me lo confirma en el Espíritu Santo. Me invade una gran tristeza y me embarga un continuo dolor. Desearía yo mismo ser maldecido y separado de Cristo por el bien de mis hermanos, los de mi propia raza, el pueblo de Israel. De ellos son la adopción como hijos, la gloria divina, los pactos, la ley, el privilegio de adorar a Dios y el de contar con sus promesas. De ellos son los patriarcas, y de ellos, según la naturaleza humana, nació Cristo, quien es Dios sobre todas las cosas. ¡Alabado sea por siempre! Amén. Ahora bien, no digamos que la Palabra de Dios ha fracasado. Lo que sucede es que no todos los que descienden de Israel son Israel. Tampoco por ser descendientes de Abraham son todos hijos suyos. Al contrario: «Tu descendencia se establecerá por medio de Isaac». En otras palabras, los hijos de Dios no son los descendientes naturales; más bien, se considera descendencia de Abraham a los hijos de la promesa. Y la promesa es esta: «Dentro de un año vendré, y para entonces Sara tendrá un hijo». No solo eso. También sucedió que los hijos de Rebeca tuvieron un mismo padre, que fue nuestro antepasado Isaac. Sin embargo, antes de que los mellizos nacieran, o hicieran algo bueno o malo, y para confirmar el propósito de la elección divina, no a base de las obras, sino al llamado de Dios, se le dijo a ella: «El mayor servirá al menor». Y así está escrito: «Amé a Jacob, pero aborrecí a Esaú». ¿Qué concluiremos? ¿Acaso es Dios injusto? ¡De ninguna manera! Es un hecho que a Moisés le dice: «Tendré clemencia de quien yo quiera tenerla, y seré compasivo con quien yo quiera serlo». Por lo tanto, la elección no depende del deseo ni del esfuerzo humano, sino de la misericordia de Dios. Porque la Escritura le dice al faraón: «Te he levantado precisamente para mostrar en ti mi poder, y para que mi nombre sea proclamado por toda la tierra». Así que Dios tiene misericordia de quien él quiere tenerla, y endurece a quien él quiere endurecer. Pero tú me dirás: «Entonces, ¿por qué todavía nos echa la culpa Dios? ¿Quién puede oponerse a su voluntad?» Respondo: ¿Quién eres tú para pedirle cuentas a Dios? «¿Acaso le dirá la olla de barro al que la modeló: “¿Por qué me hiciste así?”?» ¿No tiene derecho el alfarero de hacer del mismo barro unas vasijas para usos especiales y otras para fines ordinarios? ¿Y qué si Dios, queriendo mostrar su ira y dar a conocer su poder, soportó con mucha paciencia a los que eran objeto de su castigo y estaban destinados a la destrucción? ¿Qué si lo hizo para dar a conocer sus gloriosas riquezas a los que eran objeto de su misericordia, y a quienes de antemano preparó para esa gloria? Esos somos nosotros, a quienes Dios llamó no solo de entre los judíos, sino también de entre los gentiles.

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