El sumo sacerdote Hilcías le dijo a Safán, secretario de la corte: «¡He encontrado el libro de la ley en el templo del SEÑOR!». Entonces Hilcías le dio el rollo a Safán, y él lo leyó.
Safán fue a ver al rey y le informó: «Tus funcionarios han entregado el dinero recaudado en el templo del SEÑOR a los trabajadores y a los supervisores del templo». Safán también dijo al rey: «El sacerdote Hilcías me entregó un rollo». Así que Safán se lo leyó al rey.
Cuando el rey oyó lo que estaba escrito en el libro de la ley, rasgó su ropa en señal de desesperación. Luego dio las siguientes órdenes a Hilcías, el sacerdote; a Ahicam, hijo de Safán; a Acbor, hijo de Micaías; a Safán, secretario de la corte y a Asaías, consejero personal del rey: «Vayan al templo y consulten al SEÑOR por mí, por el pueblo y por toda la gente de Judá. Pregunten acerca de las palabras escritas en este rollo que se encontró. Pues el gran enojo del SEÑOR arde contra nosotros, porque nuestros antepasados no obedecieron las palabras de este rollo. No hemos estado haciendo todo lo que dice que debemos hacer».
Entonces el sacerdote Hilcías, Ahicam, Acbor, Safán y Asaías se dirigieron al Barrio Nuevo de Jerusalén para consultar a la profetisa Hulda. Ella era la esposa de Salum, hijo de Ticva, hijo de Harhas, el encargado del guardarropa del templo.
Ella les dijo: «¡El SEÑOR, Dios de Israel, ha hablado! Regresen y díganle al hombre que los envió: “Esto dice el SEÑOR: ‘Traeré desastre sobre esta ciudad y sobre sus habitantes. Todas las palabras escritas en el rollo que el rey de Judá leyó se cumplirán, pues los de mi pueblo me han abandonado y han ofrecido sacrificios a dioses paganos. Estoy muy enojado con ellos por todo lo que han hecho. Mi enojo arderá contra este lugar y no se apagará’”.
»Vayan a ver al rey de Judá, quien los envió a buscar al SEÑOR, y díganle: “Esto dice el SEÑOR, Dios de Israel, acerca del mensaje que acabas de escuchar: ‘Estabas apenado y te humillaste ante el SEÑOR al oír lo que yo pronuncié contra esta ciudad y sus habitantes, que esta tierra sería maldita y quedaría desolada. Rasgaste tu ropa en señal de desesperación y lloraste delante de mí, arrepentido. Ciertamente te escuché, dice el SEÑOR. Por eso, no enviaré el desastre que he prometido hasta después de que hayas muerto y seas enterrado en paz. Tú no llegarás a ver la calamidad que traeré sobre esta ciudad’”».
De modo que llevaron su mensaje al rey.