Cierto día, mientras el rey de Israel caminaba por la muralla de la ciudad, una mujer lo llamó: —¡Mi señor el rey, por favor, ayúdeme! —le dijo. Él le respondió: —Si el SEÑOR no te ayuda, ¿qué puedo hacer yo? No tengo comida en el granero ni vino en la prensa para darte. Pero después el rey le preguntó: —¿Qué te pasa? Ella contestó: —Esta mujer me dijo: “Mira, comámonos a tu hijo hoy y mañana nos comeremos al mío”. Entonces cocinamos a mi hijo y nos lo comimos. Al día siguiente, yo le dije: “Mata a tu hijo para que nos lo comamos”, pero ella lo había escondido. Cuando el rey oyó esto, rasgó sus vestiduras en señal de desesperación; y como seguía caminando por la muralla, la gente pudo ver que debajo del manto real tenía tela áspera puesta directamente sobre la piel. Entonces el rey juró: «Que Dios me castigue y aun me mate si hoy mismo no separo la cabeza de Eliseo de sus hombros». Eliseo estaba sentado en su casa con los ancianos de Israel cuando el rey mandó a un mensajero a llamarlo; pero antes de que llegara el mensajero, Eliseo dijo a los ancianos: «Un asesino ya mandó a un hombre a cortarme la cabeza. Cuando llegue, cierren la puerta y déjenlo afuera. Pronto oiremos los pasos de su amo detrás de él». Mientras Eliseo decía esto, el mensajero llegó, y el rey dijo: —¡Todo este sufrimiento viene del SEÑOR! ¿Por qué seguiré esperando al SEÑOR?
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