El 28 de abril, durante el año veinticinco de nuestra cautividad —catorce años después de la caída de Jerusalén—, el SEÑOR puso su mano sobre mí. En una visión que provenía de Dios, él me llevó a la tierra de Israel y me puso sobre una montaña muy alta. Desde allí pude ver hacia el sur lo que parecía ser una ciudad. A medida que me acercaba, vi a un hombre de pie junto a una puerta de entrada y su rostro brillaba como el bronce. En la mano tenía una cuerda de medir hecha de lino y una vara para medir. Me dijo: «Hijo de hombre, observa y escucha. Presta mucha atención a todo lo que te voy a mostrar. Te he traído aquí para enseñarte muchas cosas. Después regresarás y le contarás al pueblo de Israel todo lo que has visto». Pude ver un muro que rodeaba por completo la zona del templo. El hombre tomó una vara que medía tres metros con veinte centímetros de largo y midió el muro, y el muro tenía tres metros con veinte centímetros de espesor y tres metros con veinte centímetros de alto. Luego se dirigió a la puerta oriental. Subió los escalones y midió el umbral de la puerta; tenía tres metros con veinte centímetros de fondo.
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