No obstante, aún me atrevo a tener esperanza cuando recuerdo lo siguiente: ¡El fiel amor del SEÑOR nunca se acaba! Sus misericordias jamás terminan. Grande es su fidelidad; sus misericordias son nuevas cada mañana. Me digo: «El SEÑOR es mi herencia, por lo tanto, ¡esperaré en él!». El SEÑOR es bueno con los que dependen de él, con aquellos que lo buscan. Por eso es bueno esperar en silencio la salvación que proviene del SEÑOR. Y es bueno que todos se sometan desde temprana edad al yugo de su disciplina: Que se queden solos en silencio bajo las exigencias del SEÑOR. Que se postren rostro en tierra, pues quizá por fin haya esperanza. Que vuelvan la otra mejilla a aquellos que los golpean y que acepten los insultos de sus enemigos. Pues el Señor no abandona a nadie para siempre. Aunque trae dolor, también muestra compasión debido a la grandeza de su amor inagotable. Pues él no se complace en herir a la gente o en causarles dolor. Si la gente pisotea a todos los prisioneros de la tierra, si privan a otros de sus derechos, desafiando al Altísimo, si tuercen la justicia en los tribunales, ¿acaso no ve el Señor todas estas cosas? ¿Quién puede ordenar que algo suceda sin permiso del Señor? ¿No envía el Altísimo tanto calamidad como bien? Entonces, ¿por qué nosotros, simples humanos, habríamos de quejarnos cuando somos castigados por nuestros pecados? En cambio, probemos y examinemos nuestros caminos y volvamos al SEÑOR. Levantemos nuestro corazón y nuestras manos al Dios del cielo y digamos
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