Cierta vez, un líder religioso le hizo a Jesús la siguiente pregunta:
—Maestro bueno, ¿qué debería hacer para heredar la vida eterna?
—¿Por qué me llamas bueno? —le preguntó Jesús—. Solo Dios es verdaderamente bueno; pero para contestar a tu pregunta, tú conoces los mandamientos: “No cometas adulterio; no cometas asesinato; no robes; no des falso testimonio; honra a tu padre y a tu madre”.
El hombre respondió:
—He obedecido todos esos mandamientos desde que era joven.
Cuando Jesús oyó su respuesta, le dijo:
—Hay una cosa que todavía no has hecho. Vende todas tus posesiones y entrega el dinero a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo. Después ven y sígueme.
Cuando el hombre oyó esto, se puso triste porque era muy rico.
Jesús lo vio y dijo: «¡Qué difícil es para los ricos entrar en el reino de Dios! De hecho, ¡es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de Dios!».
Los que lo oyeron, dijeron: «Entonces, ¿quién podrá ser salvo?».
Él contestó: «Lo que es imposible para los seres humanos es posible para Dios».
Pedro dijo:
—Nosotros hemos dejado nuestros hogares para seguirte.
—Así es —respondió Jesús—, y les aseguro que todo el que haya dejado casa o esposa o hermanos o padres o hijos por causa del reino de Dios recibirá mucho más en esta vida y tendrá la vida eterna en el mundo que vendrá.
Jesús llevó a los doce discípulos aparte y dijo: «Escuchen, subimos a Jerusalén, donde todas las predicciones de los profetas acerca del Hijo del Hombre se harán realidad. Será entregado a los romanos, y se burlarán de él, lo tratarán de manera vergonzosa y lo escupirán. Lo azotarán con un látigo y lo matarán, pero al tercer día resucitará».
Sin embargo, ellos no entendieron nada de esto. La importancia de sus palabras estaba oculta de ellos, y no captaron lo que decía.
Al acercarse Jesús a Jericó, un mendigo ciego estaba sentado junto al camino. Cuando oyó el ruido de la multitud que pasaba, preguntó qué sucedía. Le dijeron que Jesús de Nazaret pasaba por allí. Entonces comenzó a gritar: «¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!».
«¡Cállate!», le gritaba la gente que estaba más adelante.
Sin embargo, él gritó aún más fuerte: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!».
Cuando Jesús lo oyó, se detuvo y ordenó que le trajeran al hombre. Al acercarse el ciego, Jesús le preguntó:
—¿Qué quieres que haga por ti?
—Señor —le dijo—, ¡quiero ver!
Jesús le dijo:
—Bien, recibe la vista. Tu fe te ha sanado.
Al instante el hombre pudo ver y siguió a Jesús mientras alababa a Dios. Y todos los que lo vieron también alabaron a Dios.