Al bajar Jesús por la ladera del monte, grandes multitudes lo seguían. De repente, un hombre con lepra se le acercó y se arrodilló delante de él.
—Señor —dijo el hombre—, si tú quieres, puedes sanarme y dejarme limpio.
Jesús extendió la mano y lo tocó.
—Sí quiero —dijo—. ¡Queda sano!
Al instante, la lepra desapareció.
—No se lo cuentes a nadie —le dijo Jesús—. En cambio, preséntate ante el sacerdote y deja que te examine. Lleva contigo la ofrenda que exige la ley de Moisés a los que son sanados de lepra. Esto será un testimonio público de que has quedado limpio.
Cuando Jesús regresó a Capernaúm, un oficial romano se le acercó y le rogó:
—Señor, mi joven siervo está en cama, paralizado y con terribles dolores.
—Iré a sanarlo —dijo Jesús.
—Señor —dijo el oficial—, no soy digno de que entres en mi casa. Tan solo pronuncia la palabra desde donde estás y mi siervo se sanará. Lo sé porque estoy bajo la autoridad de mis oficiales superiores y tengo autoridad sobre mis soldados. Solo tengo que decir: “Vayan”, y ellos van, o: “Vengan”, y ellos vienen. Y si les digo a mis esclavos: “Hagan esto”, lo hacen.
Al oírlo, Jesús quedó asombrado. Se dirigió a los que lo seguían y dijo: «Les digo la verdad, ¡no he visto una fe como esta en todo Israel! Y les digo que muchos gentiles vendrán de todas partes del mundo —del oriente y del occidente— y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en la fiesta del reino del cielo. Pero muchos israelitas —para quienes se preparó el reino— serán arrojados a la oscuridad de afuera, donde habrá llanto y rechinar de dientes».
Entonces Jesús le dijo al oficial romano: «Vuelve a tu casa. Debido a que creíste, ha sucedido». Y el joven siervo quedó sano en esa misma hora.
Cuando Jesús llegó a la casa de Pedro, la suegra de Pedro estaba enferma en cama con mucha fiebre. Jesús le tocó la mano, y la fiebre se fue. Entonces ella se levantó y le preparó una comida.
Aquella noche, le llevaron a Jesús muchos endemoniados. Él expulsó a los espíritus malignos con una simple orden y sanó a todos los enfermos. Así se cumplió la palabra del Señor por medio del profeta Isaías, quien dijo:
«Se llevó nuestras enfermedades
y quitó nuestras dolencias».
Cuando Jesús vio a la multitud que lo rodeaba, dio instrucciones a sus discípulos de que cruzaran al otro lado del lago.
Entonces uno de los maestros de la ley religiosa le dijo:
—Maestro, te seguiré adondequiera que vayas.
Jesús le respondió:
—Los zorros tienen cuevas donde vivir y los pájaros tienen nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene ni siquiera un lugar donde recostar la cabeza.
Otro de sus discípulos dijo:
—Señor, deja que primero regrese a casa y entierre a mi padre.
Jesús le dijo:
—Sígueme ahora. Deja que los muertos espirituales entierren a sus propios muertos.
Luego Jesús entró en la barca y comenzó a cruzar el lago con sus discípulos. De repente, se desató sobre el lago una fuerte tormenta, con olas que entraban en la barca; pero Jesús dormía. Los discípulos fueron a despertarlo:
—Señor, ¡sálvanos! ¡Nos vamos a ahogar! —gritaron.
—¿Por qué tienen miedo? —preguntó Jesús—. ¡Tienen tan poca fe!
Entonces se levantó y reprendió al viento y a las olas y, de repente, hubo una gran calma.
Los discípulos quedaron asombrados y preguntaron: «¿Quién es este hombre? ¡Hasta el viento y las olas lo obedecen!».
Cuando Jesús llegó al otro lado del lago, a la región de los gadarenos, dos hombres que estaban poseídos por demonios salieron a su encuentro. Salían de entre las tumbas y eran tan violentos que nadie podía pasar por esa zona.
Comenzaron a gritarle: «¿Por qué te entrometes con nosotros, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí para torturarnos antes del tiempo establecido por Dios?».
Sucedió que a cierta distancia había una gran manada de cerdos alimentándose. Entonces los demonios suplicaron:
—Si nos echas afuera, envíanos a esa manada de cerdos.
—Muy bien, ¡vayan! —les ordenó Jesús.
Entonces los demonios salieron de los hombres y entraron en los cerdos, y toda la manada se lanzó al lago por el precipicio y se ahogó en el agua.
Los hombres que cuidaban los cerdos huyeron a la ciudad cercana y contaron a todos lo que había sucedido con los endemoniados. Entonces toda la ciudad salió al encuentro de Jesús, pero le rogaron que se fuera y los dejara en paz.