¡Presten atención! El Señor, el SEÑOR de los Ejércitos, retira de Jerusalén y de Judá todo apoyo y sustento: toda provisión de pan, toda provisión de agua. Él retira al valiente y al guerrero, al juez y al profeta, al adivino y al anciano, al capitán de cincuenta y al dignatario, al consejero, al artesano experto y al hábil encantador. Les pondré como oficiales a muchachos y los gobernarán niños caprichosos. El pueblo se oprimirá a sí mismo: hombre contra hombre, vecino contra vecino, joven contra anciano, plebeyo contra noble. Entonces un hombre tomará a su hermano en la casa de su padre y dirá: «Sé nuestro líder, pues tienes un manto; ¡hazte cargo de este montón de ruinas!». Pero entonces el otro protestará: «Yo no soy médico y en mi casa no hay pan ni manto; ¡no me hagas líder del pueblo!». Jerusalén se tambalea, Judá se derrumba, porque su hablar y su actuar son contrarios al SEÑOR: ¡desafían su gloriosa presencia! Su propio descaro los acusa y, como Sodoma, se jactan de su pecado; ¡ni siquiera lo disimulan! ¡Ay de ellos, porque causan su propia desgracia! Díganle al justo que le irá bien, pues gozará del fruto de sus acciones. ¡Ay del malvado, pues le irá mal! ¡Según la obra de sus manos se le pagará! ¡Pobre pueblo mío, oprimido por niños y gobernado por mujeres! ¡Pobre pueblo mío, extraviado por tus guías, que tuercen el curso de tu senda! El SEÑOR toma su lugar en la corte; se levanta para enjuiciar al pueblo. El SEÑOR entra en juicio contra los jefes y líderes de su pueblo: «¡Ustedes han arruinado la viña y el despojo del pobre está en sus casas! ¿Con qué derecho aplastan a mi pueblo y trituran el rostro de los pobres?», afirma el Señor, el SEÑOR de los Ejércitos.
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