Al día siguiente, muchos de los que habían ido a la fiesta se enteraron de que Jesús se dirigía a Jerusalén. Tomaron ramas de palma y salieron a recibirlo mientras gritaban a voz en cuello:
—¡Hosanna!
—¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!
—¡Bendito el Rey de Israel!
Jesús encontró un burrito y se montó en él, como dice la Escritura:
«No temas, oh hija de Sión;
mira, que aquí viene tu rey,
montado sobre un burrito».
Al principio, sus discípulos no entendieron lo que sucedía. Solo después de que Jesús fue glorificado se dieron cuenta de que se había cumplido en él lo que de él ya estaba escrito.
La gente que había estado con Jesús cuando él llamó a Lázaro del sepulcro y lo resucitó de entre los muertos seguía difundiendo la noticia. Muchos de los que se habían enterado de la señal milagrosa realizada por Jesús salían a su encuentro. Por eso los fariseos comentaban entre sí: «Como pueden ver, así no hemos logrado nada. ¡Miren cómo lo sigue todo el mundo!».
Entre los que habían subido a adorar en la fiesta había algunos griegos. Estos se acercaron a Felipe, que era de Betsaida de Galilea, y le pidieron:
—Señor, queremos ver a Jesús.
Felipe fue a decírselo a Andrés y ambos fueron a decírselo a Jesús.
—Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado —afirmó Jesús—. Les aseguro que, si la semilla de trigo no cae en tierra y muere, se queda solo. Pero si muere, produce mucho fruto. El que ama su vida la pierde; en cambio, el que aborrece su vida en este mundo la conserva para la vida eterna. Quien quiera servirme debe seguirme; y donde yo esté, allí también estará mi siervo. A quien me sirva, mi Padre lo honrará.
»Ahora mi alma está angustiada, ¿y acaso voy a decir: “Padre, sálvame de esta hora difícil”? ¡Si precisamente para afrontarla he venido! ¡Padre, glorifica tu nombre!
Se oyó entonces, desde el cielo, una voz que decía: «Ya lo he glorificado y volveré a glorificarlo». La multitud que estaba allí y que oyó la voz decía que había sido un trueno; otros decían que un ángel le había hablado.
—Esa voz no vino por mí, sino por ustedes —dijo Jesús—. El juicio de este mundo ha llegado ya y el príncipe de este mundo va a ser expulsado. Pero yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos a mí mismo.
Con esto daba Jesús a entender de qué manera iba a morir.
—De la Ley hemos sabido —le respondió la gente—, que el Cristo permanecerá para siempre; ¿cómo, pues, dices que el Hijo del hombre tiene que ser levantado? ¿Quién es ese Hijo del hombre?
—Ustedes van a tener la luz solo un poco más de tiempo —les dijo Jesús—. Caminen mientras tengan la luz, antes de que los envuelva la oscuridad. El que camina en la oscuridad no sabe a dónde va. Mientras tengan la luz, crean en ella para que sean hijos de la luz.
Cuando terminó de hablar, Jesús se fue y se escondió de ellos.
A pesar de haber hecho Jesús todas estas señales en presencia de ellos, todavía no creían en él. Así se cumplió lo dicho por el profeta Isaías:
«Señor, ¿quién ha creído a nuestro mensaje
y a quién se ha revelado el brazo del Señor?».
Por eso no podían creer, pues también había dicho Isaías:
«Les ha cegado los ojos
y endurecido el corazón,
para que no vean con los ojos
ni entiendan con el corazón
ni se arrepientan; y yo los sane».
Esto lo dijo Isaías porque vio la gloria de Jesús y habló de él.
Sin embargo, muchos de ellos, incluso muchos de los jefes, creyeron en él, pero no lo confesaban porque temían que los fariseos los expulsaran de la sinagoga. Preferían recibir honores de los hombres más que de parte de Dios.
«El que cree en mí —clamó Jesús con voz fuerte—, cree no solo en mí, sino en el que me envió. Y el que me ve a mí ve al que me envió. Yo soy la luz que ha venido al mundo para que todo el que crea en mí no viva en oscuridad.
»Si alguno escucha mis palabras, pero no las obedece, no seré yo quien lo juzgue; pues no vine a condenar al mundo, sino a salvarlo. El que me rechaza y no acepta mis palabras tiene quien lo juzgue. La palabra que yo he proclamado lo condenará en el día final. Yo no he hablado por mi propia cuenta; el Padre que me envió me ordenó qué decir y cómo decirlo. Y sé muy bien que su mandato es vida eterna. Así que todo lo que digo es lo que el Padre me ha ordenado decir».