»Varones israelitas, escuchen mis palabras: Jesús nazareno, que fue el varón que Dios aprobó entre ustedes por las maravillas, prodigios y señales que hizo por medio de él, como ustedes mismos lo saben,
fue entregado conforme al plan determinado y el conocimiento anticipado de Dios, y ustedes lo aprehendieron y lo mataron por medio de hombres inicuos, crucificándolo.
Pero Dios lo levantó, liberándolo de los lazos de la muerte, porque era imposible que la muerte lo venciera.
De él dice David:
»Siempre veía al Señor ante mí.
Él está a mi derecha, y nada me perturbará.
Por eso mi corazón se alegró,
y mi lengua cantó llena de gozo.
Mi cuerpo descansará en la esperanza,
porque no dejarás mi alma en el Hades,
ni permitirás que tu Santo se corrompa.
Me hiciste conocer los caminos de la vida,
y me llenarás de gozo con tu presencia.
»Varones hermanos, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que nuestro patriarca David murió y fue sepultado, y que hoy sabemos dónde está su sepulcro entre nosotros.
David era profeta, y sabía que Dios le había jurado que de su linaje humano saldría el Cristo, que se sentaría en su trono.
Esto lo vio antes de que sucediera, y habló de la resurrección de Cristo y de que su alma no se quedaría en el Hades, ni su cuerpo se corrompería.
Pues a este Jesús Dios lo resucitó, y de eso todos nosotros somos testigos.
Y como él fue exaltado por la diestra de Dios, recibió del Padre la promesa del Espíritu Santo, y ha derramado esto que ahora están viendo y oyendo.
David mismo no subió a los cielos, pero sí dice:
»Dijo el Señor a mi señor:
Siéntate a mi derecha,
hasta que yo ponga a tus enemigos
por estrado de tus pies.
»Sépalo bien todo el pueblo de Israel, que a este Jesús, a quien ustedes crucificaron, Dios lo ha hecho Señor y Cristo.»