Ahora voy a Jerusalén, llevado por el Espíritu, pero no sé lo que allá me espera, a no ser lo que el Espíritu Santo me ha confirmado en todas las ciudades, de que me esperan cárceles y tribulaciones. Pero eso a mí no me preocupa, pues no considero mi vida de mucho valor, con tal de que pueda terminar con gozo mi carrera y el ministerio que el Señor Jesús me encomendó, de hablar del evangelio y de la gracia de Dios. Yo sé que no me volverá a ver ninguno de ustedes, entre quienes he estado proclamando el reino de Dios; por lo tanto, puedo asegurarles que estoy limpio de la sangre de todos, pues no me he negado a anunciarles el plan de Dios. Yo les ruego que piensen en ustedes mismos, y que velen por el rebaño sobre el cual el Espíritu Santo los ha puesto como obispos, para que cuiden de la iglesia del Señor, que él ganó por su propia sangre.
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