Cuando ya lo había malgastado todo, sobrevino una gran hambruna en aquella provincia, y comenzó a pasar necesidad. Se acercó entonces a uno de los ciudadanos de aquella tierra, quien lo mandó a sus campos para cuidar de los cerdos. Y aunque deseaba llenarse el estómago con las algarrobas que comían los cerdos, nadie se las daba. Finalmente, recapacitó y dijo: “¡Cuántos jornaleros en la casa de mi padre tienen pan en abundancia, y yo aquí me estoy muriendo de hambre! Pero voy a levantarme, e iré con mi padre, y le diré: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y no soy digno ya de ser llamado tu hijo; ¡hazme como a uno de tus jornaleros!’” Y así, se levantó y regresó con su padre. Todavía estaba lejos cuando su padre lo vio y tuvo compasión de él. Corrió entonces, se echó sobre su cuello, y lo besó. Y el hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y no soy digno ya de ser llamado tu hijo.” Pero el padre les dijo a sus siervos: “Traigan la mejor ropa, y vístanlo. Pónganle también un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Vayan luego a buscar el becerro gordo, y mátenlo; y comamos y hagamos fiesta, porque este hijo mío estaba muerto, y ha revivido; se había perdido, y lo hemos hallado.” Y comenzaron a regocijarse.
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