Jesús fue a Nazaret, donde se había criado, y en el día de reposo entró en la sinagoga, como era su costumbre, y se levantó a leer las Escrituras. Se le dio el libro del profeta Isaías, y al abrirlo encontró el texto que dice: «El Espíritu del Señor está sobre mí. Me ha ungido para proclamar buenas noticias a los pobres; me ha enviado a proclamar libertad a los cautivos, a dar vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos y a proclamar el año de la buena voluntad del Señor.» Enrolló luego el libro, se lo dio al asistente, y se sentó. Todos en la sinagoga lo miraban fijamente. Entonces él comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de ustedes.» Todos hablaban bien de él y se quedaban asombrados de las palabras de gracia que emanaban de sus labios, y se preguntaban: «¿Acaso no es este el hijo de José?» Jesús les dijo: «Sin duda ustedes me recordarán el refrán que dice: “Médico, cúrate a ti mismo”, y también: “Haz aquí en tu tierra todo lo que hemos oído que hiciste en Cafarnaún.”» Y añadió: «De cierto les digo que ningún profeta es bien recibido en su propia tierra. A decir verdad, en los días de Elías, cuando durante tres años y medio el cielo se cerró y hubo mucha hambre en toda la tierra, había muchas viudas en Israel; pero Elías no fue enviado a ninguna de ellas, sino a una viuda en Sarepta de Sidón. Y en los días del profeta Eliseo había también muchos leprosos en Israel, pero ninguno de ellos fue limpiado sino Namán el sirio.» Al oír esto, todos en la sinagoga se enojaron mucho. Se levantaron, lo echaron fuera de la ciudad, y lo llevaron hasta la cumbre del monte sobre el que estaba edificada la ciudad, para despeñarlo. Pero él pasó por en medio de ellos, y se fue.
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