Como ocho días después de que Jesús dijo esto, subió al monte a orar, y se llevó con él a Pedro, Juan y Jacobo.
Y mientras oraba, cambió la apariencia de su rostro, y su vestido se hizo blanco y resplandeciente.
Aparecieron entonces dos hombres, y conversaban con él. Eran Moisés y Elías,
que rodeados de gloria hablaban de la partida de Jesús, la cual se iba a cumplir en Jerusalén.
Pedro y los que estaban con él tenían mucho sueño pero, como se quedaron despiertos, vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él.
Mientras estos se alejaban de Jesús, Pedro dijo: «Maestro, ¡qué bueno es para nosotros estar aquí! Vamos a hacer tres cobertizos; uno para ti, otro para Moisés, y otro para Elías.» Pero no sabía lo que decía.
Y mientras decía esto, una nube los cubrió, y tuvieron miedo de entrar en la nube.
Entonces, desde la nube se oyó una voz que decía: «Este es mi Hijo amado. ¡Escúchenlo!»
Cuando la voz cesó, Jesús se encontraba solo. Pero ellos mantuvieron esto en secreto y, durante aquellos días, no le dijeron a nadie lo que habían visto.
Al día siguiente, cuando bajaron del monte, una gran multitud les salió al encuentro,
y con fuerte voz un hombre de la multitud le dijo: «Maestro, te ruego que veas a mi hijo. ¡Es el único hijo que tengo!
Sucede que un espíritu se apodera de él, y de repente lo sacude con violencia, y lo hace gritar y echar espuma por la boca. Cuando lo atormenta, a duras penas lo deja tranquilo.
Yo les pedí a tus discípulos que expulsaran al espíritu, pero no pudieron.»
Jesús dijo entonces: «¡Ay, gente incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo tendré que estar con ustedes y soportarlos? ¡Trae acá a tu hijo!»
Mientras el muchacho se acercaba, el demonio lo derribó y lo sacudió con violencia, pero Jesús reprendió al espíritu impuro, sanó al muchacho, y se lo entregó a su padre.
Y todos se admiraban de la grandeza de Dios.
Entre el asombro que causaba todo lo que Jesús hacía, dijo él a sus discípulos:
«Pongan mucha atención a estas palabras: El Hijo del Hombre será entregado a los poderes de este mundo.»
Pero ellos no las entendieron, pues les estaban veladas para que no las entendieran, y tenían miedo de preguntarle qué querían decir.
En cierta ocasión, los discípulos comenzaron a discutir acerca de quién de ellos era el más importante.
Cuando Jesús se dio cuenta de lo que estaban pensando, tomó a un niño y, poniéndolo junto a él,
les dijo: «Cualquiera que reciba a un niño así en mi nombre, me recibe a mí; y cualquiera que me recibe a mí, recibe al que me envió. Porque el más insignificante entre todos ustedes, es el más grande de ustedes.»
Entonces Juan le dijo: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre, pero se lo prohibimos, porque no anda con nosotros.»
Jesús le dijo: «No se lo prohíban, porque el que no está contra nosotros, está a favor de nosotros.»
Se acercaba el tiempo en que Jesús había de ser recibido arriba, así que resolvió con firmeza dirigirse a Jerusalén.
Envió mensajeros delante de él, y ellos se fueron y entraron en una aldea samaritana para prepararle todo;
pero los de allí no lo recibieron porque se dieron cuenta de que su intención era ir a Jerusalén.
Al ver esto, sus discípulos Jacobo y Juan dijeron: «Señor, ¿quieres que mandemos que caiga fuego del cielo, como hizo Elías, para que los destruya?»
Pero Jesús se volvió y los reprendió. [Y les dijo: «Ustedes no saben de qué espíritu son.
Porque el Hijo del Hombre no ha venido a quitarle la vida a nadie, sino a salvársela.»] Y se fueron a otra aldea.
Mientras seguían su camino, alguien le dijo: «Señor, yo te seguiré adondequiera que vayas.»
Jesús le dijo: «Las zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos tienen nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza.»
Y a otro le dijo: «Sígueme.» Aquel le respondió: «Señor, permíteme ir primero a enterrar a mi padre.»
Pero Jesús le dijo: «Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú, ve y anuncia el reino de Dios.»
Otro también le dijo: «Señor, yo te seguiré; pero antes déjame despedirme de los que están en mi casa.»
Jesús le dijo: «Nadie que mire hacia atrás, después de poner la mano en el arado, es apto para el reino de Dios.»