«Usted ya está muy anciano, y sus hijos no son como usted. Es mejor que nos dé un rey como los que tienen las otras naciones». Esto no le gustó nada a Samuel. Pero se puso a orar a Dios, y Dios le dijo: «Haz lo que te piden. No te están rechazando a ti, sino a mí, ¡pues no quieren que yo sea su rey! Desde el día que los saqué de Egipto hasta hoy, ellos me han dejado para adorar a otros dioses, y así también lo hacen ahora contigo. Dales el rey que piden, pero adviérteles todo lo que ese rey les hará». Samuel habló con los que pedían rey, y les repitió lo que Dios le había dicho: —Esto es lo que les pasará cuando tengan rey: El rey pondrá a los hijos de ustedes a trabajar en sus carros de guerra, o en su caballería, o los hará oficiales de su ejército; a unos los pondrá a cultivar sus tierras, y a otros los pondrá a recoger sus cosechas, o a hacer armas y equipos para sus carros de guerra. »Ese rey hará que las hijas de ustedes le preparen perfumes, comidas y postres; a ustedes les quitará sus mejores campos y cultivos, y les exigirá la décima parte de sus cosechas para dárselas a sus ayudantes y oficiales. También les quitará a ustedes sus burros, sus esclavos y sus mejores jóvenes, y los pondrá a su servicio. A ustedes los hará sus esclavos, y además les quitará uno de cada diez animales de sus rebaños. Entonces se arrepentirán de haber pedido un rey, pero Dios ya no los escuchará. Y aunque Samuel les advirtió a los israelitas todo esto, ellos no le hicieron caso. Al contrario, le dijeron: —¡Eso no nos importa! ¡Queremos tener un rey! ¡Queremos ser como las otras naciones! ¡Queremos un rey que nos gobierne y que salga con nosotros a la guerra!
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